Relatos posmortem
No van a creerme. Pero cuando veo a lo lejos del túnel la luz que anuncia la llegada de un convoy del transporte colectivo, Metro, me inunda una felicidad increíble. Y no exagero. Eso significa que en menos de cinco minutos estaré en la estación Zapata. De ahí descenderé para abordar el trolebús, que llegará en menos de cuatro minutos, para acercarme a casa. Esto sería lo ideal. La realidad es otra.
Llegó a la estación Quevedo del metro a las diez de la noche, cansado después de haber estado de pie más de cinco horas. De tal manera que los diez o veinte minutos que espero en el andén hasta que pase el siguiente convoy son una tortura. El calor es insoportable, sobre todo en la actualidad, en la que además nos acecha la escazes de agua. En el andén el calor, según el termómetro, asciende hasta los 40 grados centígrados. Estoy empapado de sudor, que se desliza ahora sí que entre pecho y espalda. Lo extraño es que la mayoría de las personas que esperan permanecen impasibles, ocupadas en las pantallas de sus celulares. Finalmente llega el convoy. Y no fueron los cinco minutos que deseaba. Se detuvo en Viveros un buen rato, otro tanto en la estación Coyoacán.
Desciendo en la estación Zapata. Salgo a la calle del mismo nombre para abordar el trolebús rumbo a san Andrés Tetepilco. Ahí debo esperar hasta quince minutos para que arribe el ansiado transporte, y eso que según las autoridades debe pasar cada cuatro minutos. Cuando finalmente bajo en una de las calles que me conducirán a mi hogar, las siete cuadras que debo caminar se me hacen eternas. Pienso que eso no es vida. Pero una vez en casa con mi familia olvido el cansancio y el hartazgo. Y me doy ánimos para estar listo al día siguiente y seguir con la misma rutina. Por fortuna, a pesar de mi edad aún tengo las fuerzas y la resiliencia (que según el gran ignorante de palacio es una palabra nueva, neoliberal) para ganar algún dinero y no depender de la ayuda de papá gobierno.