En todas las casas solía haber un lugar donde guardar armas: el armario. Con el paso de los siglos, el mueble se volvió cada vez más inofensivo. Esa evolución es la crónica del desarme doméstico y del salto civilizatorio al monopolio estatal de la violencia. Hoy algunos quieren regresar a un pasado de autodefensa, cuando los armarios no contenían solo ropa sino instrumentos para disparar a quemarropa.
El historiador griego Tucídides cuenta que los atenienses fueron los primeros que renunciaron a llevar armas encima, y esa decisión inauguró una nueva forma de convivir. Los ciudadanos de ese estado visionario protegían así la conversación democrática, pues el debate público solo admitía la contundencia de las palabras. Uno de los principios de la escuela pitagórica decía: “Deja que las leyes gobiernen solas; cuando gobiernan las armas, matan la ley”. Los romanos llevaron aún más lejos estas garantías: portar armas dentro del perímetro urbano era un sacrilegio, y ni siquiera el ejército podía entrar con su armamento en la capital. Algunos individuos sanguinarios desafiaban la norma, escondiendo puñales entre los pliegues de sus túnicas. Del nombre en latín de esas dagas ocultas e ilegales, ‘sicae’, deriva la palabra ‘sicario’. Los antiguos nos enseñaron que una ciudad es verdaderamente fuerte cuando la violencia no habita sus calles.