Caímos en la burda simplificación de clasificar todos los sistemas políticos en un registro binario que los divide entre órdenes democráticos o autoritarios. ¿En qué momento? Los pensadores griegos morirían de risa de esta inopinada reducción. Para Aristóteles, por mencionar tan sólo uno, existen tres formas políticas instituyentes (la monarquía, la aristocracia y la politeia –léase: la república–) y otras tres derivadas (la tiranía, la oligarquía y la democracia). Y en la práctica, sólo operan combinaciones de esta complejidad, donde cada una de las constituciones merece su diferenciación específica. En el caso de la democracia, por ejemplo, hay democracias fundadas en agricultores, otras más que se apegan al sitio donde se nace, o las que admiten hombres de cualquier lugar –hombres libres– como posibles representantes, etcétera. ¿Qué es lo que tenía en mente la sutileza de esta tipología? En primer lugar, la pregunta de cuál de ellas era capaz de preservar el buen gobierno y una relativa paz. Y, en segundo, cómo responder a la interrogante que los griegos nunca lograron responder: ¿cuál de ellas redundaba en una estabilidad ascendente y fructífera en la gestión del bien común? Todo esto de acuerdo con el principio básico de que a cualquier forma política se le debe clasificar en función de quiénes la representan y, en segundo término, de los resultados y dividendos que arroja sobre la población. Las ciudades griegas nunca encontraron lo que dio vida a siete siglos de historia romana: el senado y, durante vastos periodos de zozobra e incertidumbre, la república.
La historia de las formas políticas modernas no es menos compleja. Se inicia acaso con el surgimiento del Estado absolutista en el siglo XVI y, un siglo después, con la instauración del paradigma que trajo consigo la revolución inglesa en el XVII: la monarquía parlamentaria. Por cierto, una forma híbrida que buscaba poner un límite al poder del monarca absoluto y que sedujo a toda Europa durante siglo y medio. Pero fueron las revoluciones de Estados Unidos y Francia las que descubrieron un orden que no requería de un monarca para ser gobernado y que se sostenía en el principio del gobierno representativo. Desde entonces, se discuten sin cesar las formas óptimas de esta representación.
Hay dos corrientes al respecto. Una, que se podría llamar formalista, se atiene estrictamente a los mecanismos que convalidan a la representación misma. Por ejemplo, la democracia estaría definida por elecciones libres, pluralismo político e ideológico, una vida parlamentaria abundante y división de poderes. La otra corriente de interpretación es menos inocente, digamos más escéptica, pues no basta con observar las formas de la representación, es preciso tomar en cuenta los efectos de esa representación sobre la configuración de las sociedades. Si un gobierno electo con amplia representación no actúa para mejorar la calidad de la vida de la gente –sino, con frecuencia como sucede en la actualidad, en sentido estrictamente contrario–, ¿puede definirse como democrático? ¿O sería preciso, según el procedimiento de Aristóteles, definir distintas formas de democracia? Ni hablar del dilema, donde líderes distintivamente autocráticos, como Bolsonaro, en Brasil, Trump, en Estados Unidos, o Putin, en Rusia, llegan al poder por la vía de las elecciones y preservan incluso el formalismo democrático.
La interpretación formalista pretende incluir bajo un solo concepto, el de democracia liberal, a sociedades tan disímbolas como Estados Unidos, Suecia, Japón o Polonia. ¿Pero cómo poner en un solo canasto a Suecia, que cuenta con una maximalización de la distribución del ingreso, con Estados Unidos, que suma después de la pandemia 39 por ciento de pobreza nacional? La vieja, y a la postre inmóvil, democracia estadunidense ha entrado en una zona cubierta por la lógica del armamentismo y las grandes corporaciones, una suerte de democracia de (y para) élites, valga el oxímoron.
En el otro extremo se encuentra el paradigma de la democracia social. Es decir, sociedades que han encontrado en la gestión democrática un instrumento para reconfigurar toda su estructura social, desde los ingresos hasta la salud y la educación. El dilema para la izquierda en América Latina que, en sus más diversas acepciones, gobierna hoy a la mayor parte de los países del continente, reside en cómo pasar de un parlamentarismo oligárquico –al que inopinadamente se le ha llamado democracia– a sentar las bases mínimas para allanar el camino en búsqueda de una democracia social. En Colombia, Chile, Honduras y los otros países gobernados por coaliciones de centro-izquierda, ya no basta con aplicar disciplinadamente el esquema neoliberal soñando que si se le agregan consumidores a través del gasto social algo va a cambiar. Es preciso cambiar el concepto mismo de democracia, tal y como ha sucedido varias veces en la historia moderna. Y esta redefinición pasa inevitablemente por reconsiderar las bases sociales profundas que hacen posible el fenómeno democrático.