Me van ustedes a perdonar, pero cada vez que leo algo como “Todas las lenguas contarían con una operación binaria del tipo SX+SY-SZ en la que cualquier unidad sintáctica no-simple es descomponible en dos partes” me cisco en los muertos más frescos de los ministros de Educación de las últimas dos o tres décadas. Y tengo motivos. A mi generación escolar y a otras que vinieron luego, que yo recuerde, no nos fue tan mal en afilar la herramienta de hablar con corrección y escribir de modo razonable. Estudiar lengua y literatura en el colegio era conocer la ortografía y la gramática en lo imprescindible de ambas; comprender sus reglas básicas y ejercitarnos en su aplicación práctica. Un poquito de latín, incluso, ayudaba: traducir a César o a Cicerón durante un par de cursos aproximaba mejor a los mecanismos de la lengua española. Ordenaba y serenaba la cabeza.
El otro aspecto eran las lecturas. Tengo en la mesa el libro de Lengua Española de 2º de Bachillerato, 1962, editorial Edelvives: 224 páginas concisas, claras, que explican morfología, sintaxis y prosodia. Desde la oración hasta los períodos gramaticales, todo está contado de forma sencilla. Como complemento, a cada lección la acompañan fragmentos literarios escogidos, situados de modo que cualquier alumno terminaba leyéndolos, aunque fuese por puro aburrimiento. Y así, aparte de escribir y hablar bien, obtenías una aproximación clara a los mecanismos de la lengua y a los autores destacados. Pero no sólo Cervantes, Galdós o Quevedo; hasta al más torpe le acababan sonando Pedro Antonio de Alarcón, Garcilaso, Machado, Zorrilla, el duque de Rivas o los Álvarez Quintero. Y, bueno. Vayan a la puerta de un colegio y averigüen lo que a los chicos de esa edad les suena ahora.
Muchos de ustedes tienen hijos, así que no hace falta que les caliente la oreja. Una cosa son las intenciones generales, la teoría de la ley educativa de turno, y otra la realidad cruda. Hay libros escolares excelentes, pero un repaso a otros produce indignación. Más que a escribir, a leer, a disfrutar de la lectura y comprenderla, lo que a veces se busca es convertir a chicos de 14 y 15 años en analistas estériles de la lengua; transformada, a su vez, en cadáver sobre una mesa de disección. De ahí a leer un texto y comprenderlo media un abismo que la estupidez de las autoridades educativas, abducidas por ciertos filólogos de minga fría, talibanes teóricos ajenos al pálpito real de las palabras—en la RAE tenemos un par de ellos—, no hace sino agrandar. Y si creen que exagero, échenle valor y hojeen esos manuales.
Según ciertos cantamañanas, y tengo un libro de texto delante, a la hora de leer, e incluso aunque ni siquiera lea, lo importante es que un alumno adolescente sepa que el sujeto gramatical y el semántico no deben coincidir sino limitarse a coexistir. Pero mucho ojo: eso ocurre sólo en las oraciones activas, porque en las pasivas la cosa cambia al entrar en juego el complemento agente, que es una función sintáctica u oracional fácil de reconocer —la lengua aprieta, pero no ahoga—, pues suele ser un sintagma preposicional introducido por una preposición o por una locución propositiva. Más claro, imposible. Aunque, cuidadín, no todo el monte es orégano: la cosa lingüística y lectora se nos irá al carajo si el alumno ignora que el sintagma nominal funciona como sujeto o complemento directo, y si a su vez el sintagma aloja en su interior otro sintagma, el muy diablillo, o si eso sólo pasa en el predicado, donde los sintagmas preposicional y adverbial —pero también, que no cunda el pánico, en el sintagma nominal— pueden desempeñar la función de complemento circunstancial, directo, indirecto o mediopensionista. Eso, por supuesto, siempre y cuando el complemento predicativo no se confunda con el atributo, porque entonces la habremos fastidiado. Ambos pueden funcionar, ahí donde los ven, como sintagma nominal y sintagma adjetival, siendo un buen modo de despejar la incógnita acudir a los verbos predicativos. Con dos cojones.
Y así, nuestros chicos, futuros políticos, periodistas, youtubers o presentadores de televisión y por tanto novelistas en potencia, atrapados en ese mar de los sargazos lingüístico, no reirán jamás con una ocurrencia del arcipreste de Hita, no se conmoverán con la noble melancolía del Quijote ni se reconocerán en un soneto de Quevedo, ni sabrán que sus vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir. Queriendo convertirlos en forenses de la sintaxis les escamoteamos el corazón vivo, caliente, de la lengua y la literatura. Sólo alcanzamos a ponerles delante, sobre una fría mesa de disección escolar, el cadáver desmembrado de una lengua que a menudo ni aman, ni conocen ni entienden. Ni son capaces de interpretar.