Decir think tank lo remite a uno a un tanque de guerra y a un estanque de acuario. Ahí dentro se aíslan del mundo unas cuantas ideas. Separadas del resto, es mucho más lo que ignoran que lo que pueden explicar. En los inicios del neoliberalismo, el estanque fue la organización de Friedrich Hayek, von Mises y Milton Friedman llamada Sociedad Mont Pelerin, que se reunió por primera vez en 1947. En esos días era tan sólo la cristalización de la utopía del libre mercado y la competencia, dos cosas que se regulaban misteriosamente y que requerían de la ignorancia de sus partes para actuar. Este primer grupo de economistas, periodistas y directores de universidades fue financiado, hoy sabemos, por corporativos como General Electric, Du Pont, General Motors y la cervecera Coors.
Con el dinero a la vista, muy pronto las sociedades tipo Mont Pelerin se multiplicaron dentro de las universidades de Inglaterra y Estados Unidos; los acuarios se convirtieron en blindados de combate: se constituyeron en consultoras que se vendían entre los gobiernos que buscaban dar un aire de cientificidad a sus políticas públicas, como, por ejemplo, los criterios inamovibles de una economía sana o de un índice de competitividad.
Así, una parte de la academia fue consumida por su propia idea de competir y ganar. Al final, se fosilizaron en dogmas y crearon una red que enlazó a la élite corporativa global con los funcionarios de gobierno y obtuvieron a cambio dinero e influencia política.
Desde la ilusoria neutralidad de la ciencia económica o estadística, forjaron los criterios invariables y eternos que justificaron lo ya existente, y lo vendieron como política pública. Nadie los eligió para tal posición y mucho menos se transparentaron sus financiamientos. Todas las ideas que quedaron fuera del tanque fueron tachadas de pre-modernas, nacionalistas, totalitarias, no-científicas. Curiosamente, tachadas de ignorantes, cuando lo que permitía el dogma neoliberal era excluir lo que no fuera la justificación, ya no del mercado, sino del éxito medido en dinero, obtenido como fuera.
La idea del neoliberalismo como ciencia engendró varios monstruos. Uno de los más perniciosos fue el de que la realidad sólo era lo medible. Las cantidades adquirieron una relevancia cultural sin precedentes como única fuente de verdad y, en su versión más obtusa, de neutralidad. Qué miden y cómo nos representan los modelos y sus mediciones, se esconde en la supuesta dureza de las cifras. La econometría y la estadística hicieron de los números una especie de poder soberano incuestionable, mientras, al mismo tiempo, los neoliberales recurrían a razones no-matemáticas para justificar su éxito: la sicología del emprendedor o la visión empresarial, el liderazgo.
Lo que hicieron las teorías neoliberales y las metodologías estadísticas fue crear un mundo compartido sólo para académicos, empresarios, políticos y analistas de la prensa, la radio y la televisión. En ese estanque se entendían y, mientras censuraban el resto de las ideas, aumentaban su ignorancia calculada contra todo lo que no justificara lo ya existente. Un ejemplo de esa ignorancia estratégica fue la utilidad marginal que justifica que uno por ciento de la élite acumule 99 por ciento de la riqueza, de la misma manera en que los diamantes son más caros que el agua. El especulador financiero contribuye más al valor de la economía que un agricultor. La desigualdad se confirma en el modelo matemático.
Otro monstruo fue el de una idea formalista de la democracia. En muchos países, como México, la idea que se implantó con tanques, cursos universitarios y hasta en los institutos encargados de las elecciones, fue que la democracia no podía ser más que un conjunto de reglas, sin contenido político. Era la visión estrecha de la filosofía del derecho enunciada como mandamiento divino desde la Universidad de Turín.
Aterrorizada por las mayorías y la participación ciudadana, la democracia de leyes y reglamentos justificó a su manera lo ya existente: partidos, elecciones periódicas, tipos de representación, resultados. Metió la cabeza en lo jurídico para no ver las desigualdades sociales, las emociones políticas y los fraudes a la voluntad ciudadana.
La democracia de reglamentos es una tecnocracia. La política como indignación moral o esperanza no viene en el manual de procedimientos, por lo que califica de populismo la mera enunciación de los conflictos en una sociedad. Decir que hay desigualdad genera polarización, según esta visión burda, de la misma forma en que decir que existe el racismo es racista. De ahí a la idea de que sólo los que saben deberían poder votar y ser votados, hay sólo un inciso.
Es tecnocrático el pensar que sólo la élite con credenciales universitarias debería gobernar o que las emociones detrás de todo sufragio están mal porque se debe votar de acuerdo con el modelo racional que nos dice cuáles son nuestros verdaderos intereses y deseos. Con un modelo de democracia basado casi exclusivamente en ignorar lo político, es decir, el conflicto manifiesto, los tanques se dedican a medir la eficacia de las políticas públicas con criterios que ellos mismos diseñaron.
Rara vez la ignorancia de la mayoría es tan perjudicial como la de la élite. Ésta posee miles de canales de distribución cultural, desde los tanques hasta los expertos, y es un arma de poder. Lo que no se dice, desdibuja su modelo.
Para volver al primer tanque, Hayek se negó a discutir públicamente el Plan Marshall que Estados Unidos otorgaba a la Europa devastada por la guerra. Vetó ese debate dentro de su propio estanque. Hubiera significado asumir que la intervención del Estado era económicamente urgente y políticamente necesaria; que a sus teorías les hacía falta la experiencia de lo real, de lo falible. Y optó por la ceguera.