César Labastida Esqueda está sorprendido. A pesar de haber llegado varios minutos tarde (14:00, 21 de mayo, decía la cita) y con dos formatos impresos en mano (la hoja de la vacuna sin llenar y la del registro con IQR), lo hacen pasar rápidamente por dos filtros en una fila muy pequeña de profesores, e ingresa a la Biblioteca Vasconcelos. Se sorprende primero de sí mismo, porque no conocía ese maravilloso recinto, y también se asombra de la calidez con que las personas lo atienden.
Una joven con casaca verde invita al profesor César a sentarse en una mesa en la que una señorita amable —que porta orgullosa una playera del proyecto Pilares de la Ciudad de México— escribe en el formato del docente, sin regañar ni tratar mal al docente.
Con el formato ya completo, César Labastida es convidado a sentarse en otra fila de sillas con un grupo de personas, donde un par de cordiales enfermeras les explican el procedimiento de la vacuna y los atienden con una gran eficiencia y entusiasmo. Son miles los profesores que están siendo vacunados en ese momento, y César no puede dejar de pensar y sorprenderse de la manera en que se pueden hacer bien las cosas.
Luego de ser vacunados, los maestros son dirigidos a otro espacio con sillas, para observar si ocurre alguna reacción. En ese momento el profesor Cesar Labastida mira la parte alta de la biblioteca y observa la estructura ósea de una ballena que se encuentra suspendido por potentes cables, en el centro de las inmensas estructuras metálicas que albergan los libros.
Le encanta estar entre libros, y si por desgracia César Labastida tuviera alguna reacción a la vacuna, se sentiría bendecido de desfallecer en ese lugar. Él concibe su vida entera llena de libros y piensa en lo difícil que fue encontrarle sentido a los mismos, cuando eran un material pesado que se tenía que andar cargando en la mochila de cuero. Y no sólo eso, también había que leerlos para hacer tareas; pero que, una vez superado ese trauma infantil, encontró que navegar entre libros, como lo hace a perpetuidad el esqueleto de la ballena en la biblioteca Vasconcelos, ha sido un goce indescriptible. Para el profe César, la alegría se multiplica en ese instante y en ese inmueble intelectual, al manifestarse como un espacio que está apostando por la vida.
El profesor César sigue sentado en la improvisada sala de observación de la biblioteca. Entre profesores, servidores de salud y libros, su pensamiento navega plácidamente al ver los innumerables anaqueles. Leer, escribir, hablar y escuchar. Eso aprendió Labastida sobre las competencias que debería fomentar como maestro cuando enseñara la lengua materna o alguna otra asignatura asociada a la comunicación; se lo enfatizaron muy claramente en una escuela formadora de docentes. Lo que no le enseñaron es que cada una de esas competencias tenía diferentes niveles de habilidades y destrezas. Tampoco le explicaron que leer o escribir era algo más que un asunto mecánico, y que en esos procesos estaban implicados cuestiones emocionales, culturales, económicas, ideológicas y políticas. Mucho menos le aclararon que hablar es muchas veces necesario e indispensable. Que al escuchar es fundamental un diálogo que empatice, sensibilice y ayude a la comprensión.
“La enseñanza de la lengua es también un poliedro”, se dice el recién vacunado. El profesor César lo aprendió gracias a sus lecturas voraces y por recomendaciones de otros colegas. Así, entendió que hay muchas escuelas y tradiciones que van del aprendizaje de las partes de una palabra, a los fragmentos de una oración; de la denotación a la connotación; de la redacción con precisión de un párrafo a niveles de argumentación que implican lo contextual y teórico. En síntesis, piensa el profesor César, “aprender la lengua ha requerido de un largo camino que no es recto ni aplanado, es una vereda que serpentea y tiene muchos obstáculos.”
Al salir de la biblioteca Vasconcelos, César experimenta un sentimiento de amor a la vida. Y descubre muchos rostros que esperan en la salida a sus familiares y amigos vacunados, como si hubieran regresado de un largo viaje o de la guerra. Sonríe con agradecimiento, a pesar de que sabe que no lo pueden notar debido al cubrebocas que lleva puesto. Se acerca a un puesto de periódicos y se premia con un libro ya usado. Es una vieja edición de El principito, pero para él es un tributo a su profesora de secundaria de lengua y literatura que les enseñó a disfrutar ese texto y no a leerlo por obligación. Entonces toma su celular, y en su perfil de Facebook decide comunicar su exaltado sentimiento post-vacuna:
“Sin novedad en el frente, magnífica organización. Todo bien después de la vacuna en la Biblioteca Vasconcelos”
Al presionar “enviar”, el profe César se reprocha la parquedad del mensaje.
—Perdón señor, ¿no sabe si ya están entrando a la vacuna los de las tres de la tarde? —Lo desconcentra una voz nerviosa. Labastida vuelve en sí y ve a un profesor con cara de angustia.
—Sí, fórmese allí en esa cola, no se preocupe, lo van a tratar muy bien. —Lo impulsa César evitando largas disertaciones.