En estos días de encierro me he puesto a reflexionar sobre mi infancia. Una de las tardes los recuerdos me remitieron a dos lugares sagrados: la biblioteca José Martí, en la que pasaba algunas tardes haciendo mis tareas escolares, y la iglesia del Carmen. Ambos templos situados en avenida Revolución, en san Ángel. Un templo al lado del otro. Dos sitios para llevar a cabo la liturgia. Una del conocimiento. Otra religiosa. En la acera de enfrente, en un edificio más moderno e iluminado estaba otra biblioteca, Carlos de Sigüenza y Góngora, llamada así en honor del escritor novohispano. Sin embargo, yo prefería la José Martí. Me gustaba aspirar el olor de la madera, del piso y de los anaqueles, el aroma que despedían los libros viejos, un aroma parecido a la almendra y a la vainilla. Me gustaba escuchar el ruido que emitían los pisos cuando caminaba sobre ellos. Un día que pasaba por el lugar quise visitar ese lugar querido de mi infancia. Ya no estaba. Ahora se encuentra una librería de Educal. ¿A dónde habrán ido a parar los libros que mis manos infantiles hojeaban para buscar la información deseada? Para llegar a ambos templos tenía que caminar aproximadamente ocho kilómetros, cuatro de ida y cuatro de regreso. Pero no me importaba porque transitaba por las calles empedradas del barrio de san Ángel, en donde también estaba el edificio de la escuela primaria a la que asistía. Un barrio con casas de estilo colonial, muy elegantes.
A la iglesia iba los domingos. En ocasiones desempeñaba la función de monaguillo o acólito , que significa “servidor del altar”. Mis tareas consistían en llevar el incensario litúrgico, en donde obviamente se quemaba el incienso, que era una muestra muy bella de la orfebrería; también colocaba un platillo bajo la barbilla de la persona que iba a comulgar o hacía sonar una campanita para avisar de los momentos más solemnes de la misa, como cuando el sacerdote extendía sus manos sobre el pan y el vino. Debo aclarar que no me gustaba ejercer el papel de monaguillo, porque era objeto de bromas de los demás niños, ya que debía vestir una sotana de color rojo y encima una especie de camisón o sobrepelliz, de color blanco, con encaje en el faldón y en las mangas. Otras ocasiones cantaba en el coro. En ese tiempo la misa todavía se oficiaba en latín, de tal manera que no entendía la mayor parte de lo que decía el sacerdote. Sin embargo todavía recuerdo algunas palabras. Por ejemplo: In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen, Dominus Vobiscum. Et cum spiritu Tuo, Per omnia saecula seculorum. Me gustaba el olor del incienso y la tranquilidad que se respiraba en el lugar. Dentro de los muros de esos templos quedó encerrada mi infancia y su mundo de juegos, de esperanza y de felicidad.
Con estos pensamientos en mente y para revivir mis días de ferviente cristiano, salí a visitar una iglesia para decir algunas oraciones que aún recuerdo. El santuario más cercano está a algunos kilómetros de mi casa. Así que emprendí mi peregrinaje para llegar al templo dedicado a san Lucas, en Coyoacán. Debido a la pandemia no pude ingresar. Me consolé pensando que finalmente de nada habría servido rezar.