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Jueves, Noviembre 07, 2024

 

                                                                               Mario Antonio Ramirez Barajas

No le temo a la muerte.
He estado muerto durante miles de millones de años
antes de nacer,y no he sufrido el menor inconveniente por ello.
Mark Twain

Como dicen algunos de mis amigos, ya he llegado al sexto piso, tengo 61 años cumplidos, hago esfuerzos por evitar visitar al médico, son expertos en explicar la presencia de algún potencial mal o enfermedad del cual ni siquiera hubiera podido imaginar ya habitaba en mi cuerpo.

Trato de hacer ejercicio y aunque intento comer lo mejor posible, no es una de mis fortalezas, evito privarme de algunos placeres como las comidas grasosas y el vino, la vida es corta para desistir de ellos y presumo me parecería muy larga en su ausencia.

A estas alturas de mi vida ya no recuerdo todo, tengo perdidos algunos meses, años y días de los cuales, simplemente no puedo rememorar nada, como si no hubieran existido, supongo es parte del proceso de hacerse más viejo, debe ser un castigo del universo a cambio del tiempo concedido en este mundo tan vivo y exuberante. Añado a eso mi permanente lucha dialéctica entre un dios en silencio y el diablo profundamente impuntual a citas a las cuales nunca ha hecho acto de presencia.

En este momento históricamente tan difícil para la humanidad, ya no es sólo la edad, con sus achaques y molestias la preocupación mayor; el riesgo de contraer COVID nos ha hecho prisioneros en nuestra casa, aislados de los otros y con el temor profundo de no encontrar atención solidaria y oportuna de nuestro sistema de salud. Hospitales rebasados, heroicos médicos y enfermeras exhaustos es el escenario ya habitual, tanto que ya nos empieza a parecer normal, de la misma forma camaleónica de la violencia transformada en parte de la cotidianidad.

Esta enfermedad ha alcanzado a familiares y amigos cercanos, algunos con mayor o menor fortuna, desde la recuperación, hasta la muerte, somos privilegiados quienes hasta hoy hemos permanecido al margen de sus efectos.

Todo parece apuntar a un cómplice clave en la gravedad de los efectos del coronavirus: el sedentarismo y las enfermedades crónico-degenerativas asociadas con él.

De acuerdo con los datos presentados por el INEGI en 2019, “el 57.9% de la población de 18 y más años de edad en México es inactiva físicamente. Las tres razones principales para no ejercitarse físicamente o para abandonar la práctica son por falta de tiempo, por cansancio por el trabajo y por problemas de salud”. Ahora tal vez sea necesario incorporar los efectos emocionales del confinamiento como detonantes en la disminución de la actividad física en población abierta.

Muy probablemente el COVID llegó para quedarse por mucho tiempo entre nosotros y, antes o después, se le correlacionará con las enfermedades hipocinéticas. La actividad física mejora el sistema inmunológico, la plasticidad cerebral, combate la depresión y potencia las respuestas emocionales.

El papel de los profesores de educación física y entrenadores deportivos deberá ser revalorado y dejar de ser considerado como una actividad secundaria. El aporte de estas actividades ya sea en el marco del sistema educativo o incorporados a un estilo de vida más saludable, necesitan ser comprendidos como una poderosa herramienta para disminuir los factores de riesgo ligados al sedentarismo.

Algunos meses antes de empezar el confinamiento sanitario, en el marco de una reunión con amigos, la mayoría de más de sesenta años, la plática inevitablemente derivó en la partida de algunos entrañables compañeros contemporáneos y, por supuesto en reflexiones personales acerca de la muerte desde la muy particular perspectiva de cada uno. En el fondo me parece percibir que no expresaban miedo al hecho de fallecer, más bien al sufrimiento y al deterioro previos. Y ese miedo ahora se recrudece ante el repunte de casos de COVID en México.

Barbara Ehrenreich, en su libro “De causas naturales”, rescata un maravilloso poema de Bertold Brecht, escrito en su lecho de muerte:

Cuando en la blanca habitación del hospital de la Charité,
desperté hacia el amanecer
y oí el mirlo, lo tuve
aún más claro. Ya hace mucho tiempo
que no temía a la muerte, pues nada
puede faltarme si yo
mismo falto. Ahora
También he logrado alegrarme con todos
los mirlos cantarán cuando yo no esté.

El poeta dejaba este mundo, pero no interesa, los mirlos seguirán cantando.

 

 

Mario Antonio Ramirez Barajas es Doctor en Administración Pública por la Universidad Anáhuac y presidente de la Federación Nacional de Ajedrez de México (FENAMAC).

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