Ciudad de México.- Las clases a distancia por videollamada se interrumpen durante las mañanas en la cocina. La lección con la profesora de cuarto año de la primaria Carmen Serdán debe suspenderse una hora antes de finalizar. Enseguida el teléfono celular, recargado en un recipiente de vidrio sobre el mantel colocado en la mesa de madera, se ocupa para otra videollamada y continuar con las asignaturas de los maestros de la secundaria número 222 Tláloc.
Minutos antes de las ocho, los platos y tazas del desayuno se retiran para comenzar a tomar apuntes. Miranda, de 10 años de edad, toma su pluma para realizar los ejercicios en sus cuadernos y hojas impresas. A las 10 de la mañana cuelga de manera abrupta para que su hermano Óscar, de 14 años, se conecte con sus profesores hasta cerca de las dos de la tarde.
Esta historia se repite todos los miércoles y viernes desde que inició el ciclo escolar. En su casa, ubicada en el pueblo de San Bartolo Ameyalco, alcaldía Álvaro Obregón, al poniente de la Ciudad de México, no tienen computadora o una tableta para conectarse por separado. El celular que comparten, sus padres lo adquirieron con muchos esfuerzos a un precio de 700 pesos en un tianguis. Fue para lo que alcanzó el dinero que obtuvieron de la venta de chácharas de su puesto callejero.
A pesar de que remataron ropa, trastes y otras cosas, no salió para uno nuevo y de buena marca. Fue “patito”. Endeudarse con un crédito en alguna tienda de electrónicos ni pensarlo, porque terminarían pagando más del doble de lo que cuesta un equipo.
Estudiar a distancia no ha sido sencillo para los hijos de la familia Rosas. No sólo por tener nada más un teléfono y que los horarios de clases se crucen. La economía también se ha complicado. Carolina, madre de los pequeños, se quedó sin los ingresos que percibía del puesto de dulces que atendía afuera de la primaria Carmen Serdán ubicada en el mismo pueblo, y que dese marzo cerró por la pandemia
Publicado en El Sol de México, 6 de diciembre