La semana pasada el Senado aprobó por unanimidad la nueva ley general de educación superior. La sesión fue memorable precisamente porque no hubo nada digno de recordarse: la iniciativa pasó sin siquiera el inconveniente heroico de un voto en contra, y permitió anunciar que la educación superior sería universal y gratuita. Es algo que no hay en ningún país del mundo, y que sólo por eso debía haber sido motivo de conversación al menos el día siguiente. Pero no. El tema quedó para las pancartas en las manifestaciones de adhesión, y para llenar minutos del informe presidencial.
La exposición de motivos de la ley es como un mal discurso de Torres Bodet puesto en el lenguaje de una empresa de consultoría. La gran promesa se anuncia con rotundidad: el Estado “asumió la obligación de garantizar una cobertura universal… y garantizar el derecho pleno e irrestricto a la educación superior”. No se puede pedir más: pleno e irrestricto.
En el texto de la ley, setenta páginas, lo más atractivo son cuatro largas enumeraciones de lo que son los criterios, fines y políticas, una olla podrida en la que cada quien puso lo que más le gusta: interculturalidad, sostenibilidad, autonomía, oreja, trompa, pescuezo. Puesto en prosa: por ley, la educación superior tendrá como base la formación del pensamiento crítico, la consolidación de la identidad, el fortalecimiento del tejido social, la construcción de relaciones sociales basadas en la igualdad entre los géneros, y entre otras muchas cosas se orientará conforme a la cultura de la paz, la interculturalidad y el respeto a la pluralidad lingüística de la nación, y la accesibilidad a los ámbitos de la cultura, el arte, el deporte, la ciencia, la tecnología, la innovación y el conocimiento humanístico. Desde luego, se aprobó por unanimidad.
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En lo más concreto, el artículo cuarto dice que “la obligatoriedad de la educación superior corresponde al Estado”, que quiere decir que el Estado tiene la obligación de ofrecerla, aunque no dice eso, y el compromiso exigible se reduce a “instrumentar políticas para garantizar el acceso” para quienes “cumplan con los requisitos que establezcan las instituciones”. O sea, que universal, pero no del todo. En cuanto a que sea gratuita, el artículo 66 se limita a prometer una “transición gradual hacia la gratuidad… sin que afecte a las finanzas institucionales”. O sea, que tampoco.
Se discutió también una iniciativa para dificultar la subcontratación legal, otra para decir que no admitiremos policías estadunidenses, una para ayudar a los bancos que lavan dinero. El propósito central de la 64 Legislatura ha sido restaurar plenamente la simulación como clave de la vida institucional. Se trata de volver a ese tiempo en que los problemas se resolvían anunciando que se habían resuelto, cuando la garantía definitiva consistía en “elevar a rango constitucional” una frase, y donde todo estaba erizado de reglas imposibles de cumplir. La gesticulación es una estrategia de gobierno que consiste en que la ley sea ostensiblemente hueca, y que abra nuevos espacios de informalidad, que es donde se produce el poder político