Es la una y media de la madrugada. Lo único que alumbra mi habitación es la blanca y brillante pantalla de la computadora en la que ahora escribo estas palabras.
No sabía si podría tener el valor de poner esto en papel algún día. Y aquí me tienen. Los espíritus de la noche me han poseído, estoy completamente abandonado en sus manos. Se trata de la fuerza magnética incontrolable que uno siente sólo en ocasiones muy especiales: cuando amamos, cuando luchamos por lo que creemos justo, cuando deseamos, cuando creamos.
Tengo que decirlo, de algún modo tengo que hacerlo. Cargar con tanto dolor todo este tiempo ha sido terriblemente duro.
Tantas cosas ocurren en mi mente en estos momentos. Pasan imágenes, personas, olores, sabores, experiencias y viajes. Siento en el recuerdo el frío de las montañas y el calor de la costa, lo templado de la ciudad y la frescura del campo. Veo los volcanes que presenciaron mi nacimiento, así, imponentes, eternos y bañados de nubes, filtrados por la luz de mis memorias de la niñez, de mi infancia poblana de magníficas iglesias virreinales y bibliotecas de ensueño.
Ya no soy más ese niño callado que prefería leer o dibujar que jugar futbol. Soy un hombre que todos los días se ve al espejo y se pregunta quién es el que verdaderamente está reflejado ahí.
Escucho mi respiración acelerada, los latidos de mi corazón y siento la pesadez de la hora. Estoy fatigado, como si hubiera escalado una montaña o corrido de bajada en una ladera a toda velocidad.
En medio de esta soledad nocturna, la pantalla, las palabras y yo, en trinitaria comparecencia, conversación de cómplices.
Mi madre está lejos, al otro lado de la frontera; mi padre, ser de las lejanas selvas sureñas, cuya presencia intermitente y distante es como la órbita de un cometa que pasa por mi campo visual cada que hay luna llena; mis hermanos en sus propias soledades, esas que acompaño desde el silencio, las que compartimos los cuatro.
Esto que escribo no es realidad, ni ficción, tan sólo verdad. De esas que duelen, que incomodan, que raspan en lo hondo del corazón.
Ahora me pregunto: ¿soy yo mi personaje?, ¿este que escribe es real o es solamente producto de la imaginación de un ser sin nombre?, ¿quién es este señor de lentes, ojeras pronunciadas y larga cabellera rebelde que apenas se refleja en el vidrio de la ventana?
Pues ese, lo que sea que soy o lo que sea que sea, tiene una historia que contar, que no es más que la suma de los fragmentos de las otras historias, los pedazos de felicidad y de dolor que ha ido acumulando a lo largo de su vida. La sumatoria de muchos días olvidados y pocos memorables. La carcajada terrible y directa de una euforia desbordada o la punzada aguda de un llanto contenido.
Tengo que confesarlo, ya no quiero dar más rodeos, porque, ahora que lo pienso bien, quizá no es tan grave y es solamente un engaño de mi mente, un dolor infundado, una pena elegida.
Qué extraño que muchas veces elegimos las penas que nos atormentan, que con sumo cuidado escogemos las cárceles a las que nos vamos a meter y con meticulosa atención, como si viéramos los productos de un aparador, nos ponemos a ver cuál va a ser el precio que debemos pagar por vivir y estar aquí.
Porque si se elige, por ejemplo, tener pareja, uno debe pagar un precio por ella y si, por el contrario, tomamos la decisión de mantenernos solteros, hemos de pagar un precio también. En esta vida nada es gratis, ahora sí que la única ilusión de libertad que se nos ha otorgado es la de elegir nuestra prisión. Incluso no decidir es decidir, tremenda paradoja.
Por ello, esto de confesar parece ser una elección que me liberará, pero, ¿de verdad habrá de liberarme? o me meterá a otra cárcel de la que no podré escapar jamás.
Hay que cuidar lo que uno dice y más aún, lo que uno escribe, porque a las palabras puestas en papel no se las lleva el viento, aunque ahora, pensándolo bien, nadie lee, y vaya que me consta. Si toda la gente que conozco, por ejemplo, leyera los escritos que mando con frecuencia a publicar en diversas revistas, estoy seguro que más de algún miembro de mi familia extendida dejaría de hablarme, pero bueno, siempre me queda el consuelo de que no le voy a causar ninguna molestia a nadie que no se tome el tiempo de ponerse a leer lo que escribo pues, a fin de cuentas, ¿a quién podría interesarle?
Si a esas vamos, a nadie le interesa tampoco lo que tengo que decir y, seguramente, tampoco se dará este proceso de redención que estoy buscando con escribirlo, ¿es entonces, una cuestión de valentía poner de manifiesto el dolor que cargo en los hombros?, ¿no será más bien un acto egoísta que sólo servirá como una escapatoria a algo que, bien a bien, ni siquiera sé si existe?
Pienso ahora en las personas que extraño, las que están lejos y que, eventualmente, podré ver, y también en aquellas que se han ido definitivamente y jamás han de volver. Recuerdo a aquella amiga con la que hablaba de política metidos en el auto a la luz de la luna o a ese compañero de universidad que me hacía reír con sus ocurrencias y que ahora sólo viven en las mentes de quienes los recordamos. ¿Será que a ellos les importe lo que tengo que decir? Y ¿qué tal a los que tengo cerca, a aquellos que amo y con quienes comparto una buena parte de mi vida?
También me pongo a pensar en las personas que decidí sacar de mi vida para siempre o de aquellas que se alejaron porque así son los intrincados caminos del destino o por el inevitable paso del tiempo.
Pues el atrevimiento es ahora o nunca y el camino deja de ser tan difícil. En realidad, es el instante en que sientes que el mundo se te va a venir encima, pero cuando por fin lo dices, rápidamente caes en la cuenta de que el universo no se detuvo, ni se derrumbó el cielo sobre tu cabeza ingenua. Parece ser que entonces el asunto no tiene tanta importancia, porque si nada va a pasar cuando lo diga y de seguro tampoco me liberará de todos los grilletes que la vida me ha impuesto, ¿para qué el esfuerzo?, ¿para qué la revelación? A lo mejor solamente quedo como un iluso más que piensa que por tener la capacidad de escribir tiene algún tipo de poder o influencia.
No, yo digo que no. En este mundo insensible, violento e incapaz, las cosas son de un modo, y cambiarlo resulta complicado.
Creo que finalmente he de atreverme a confesar que no he de confesar, que guardaré en lo íntimo de mi alma esto que me atormenta para que me torture sólo a mí y no exista la posibilidad remota de que alguien, al leer esto, comparta un trozo de mi sufrimiento. Sí, eso será lo mejor, por ello, sin el afán de narrar de mis días o cansar a nadie después de tanta explicación que no ha de llegar a ningún lado, pongo aquí punto final.