En 1904, el presidente Teddy Roosevelt invitó a comer en la Casa Blanca al poderoso industrial Andrew Carnegie; a Henry Pritchett, rector del Massachusetts Institute of Technology (MIT), y a otros directivos y grandes empresarios. El tema era la educación superior, y las propuestas de Pritchett atrajeron la atención de los presentes, especialmente de empresarios como Carnegie (magnate del acero) y Rockefeller (del petróleo). El rector del MIT fue especialmente claro y convincente sobre la necesidad de crear un sistema nacional que facilitara la conducción global y eficiente del hasta entonces firmamento desorganizado de pequeños colegios y universidades. Aunque los empresarios ya para entonces habían conseguido superar en número a abogados y terratenientes en los boards (consejos directivos) de las instituciones del país, el poderoso empresariado industrial pensaba en términos nacionales y dos años después crearon las fundaciones Carnegie y Rockefeller, con Pritchett a la cabeza de la primera, para dar apoyo financiero a instituciones y académicos y, al mismo tiempo, reorientar el quehacer universitario con base en el scientific management. Desde fuera, Frederick Taylor (el de la organización del trabajo regimentada en tiempos y movimientos) impulsó la reorganización del trabajo de los académicos e introdujo el concepto de hora-estudiante como medida del producto universitario, el del profesor como trabajador mental, la distribución centralizada de cursos, el control sobre planes y programas de estudio, el mercado nacional de oferta y demanda de plazas académicas y la tajante separación entre academia y administración (que fortaleció a esta última) y hasta el despojo del aula como espacio propio del profesor (Barrow, Clyde: Universities and the Capitalist State, 1894-1928. U. Wisconsin Press, 1990). Por eso nuestras aulas universitarias no tienen alma ni color.
En México, la historia arranca en el mismo periodo. En 1910, con la inauguración que hace Porfirio Díaz de la Universidad Nacional, apadrinada por la U. de California, se planteaba la creación de una universidad moderna ( americanizada). Sin embargo, la marcó la tormenta de la revolución e inmediatamente luego (años 20) dejó su impronta la rebelión de estudiantes que, impulsados por los vientos de Córdoba, Argentina (1918), pensaban en una universidad distinta: volcada a las necesidades sociales, independiente del gobierno, y con la conducción a cargo de profesores y estudiantes. La autonomía, pues. Pero los gobiernos revolucionarios de la época (1920-1940) no supieron interactuar con ella, ni incorporarla como expresión de que la educación socialista podía incluir como esencial la libertad y autonomía de pensamiento. Optaron por materializar su idea de educación superior con el IPN, dependiente de la SEP (1936) y con la Ley Orgánica de la hoy UNAM, con el candado de la Junta de Gobierno (Ávila Camacho, 1945). Más tarde, (López Portillo, 1980), declara a los académicos como trabajadores, pero sin derechos plenos.
Hoy (López Obrador, 2020) estamos ante otro de esos momentos de definición histórica frente al país que quiere democracia en todas sus instituciones. Pero hasta ahora la propuesta de ley general para la educación superior (LGES) que se discute en el Senado no se aparta de la concepción vertical de educación de Teddy y Pritchett. Plantea un sistema cuyo referente no es la autonomía de aspirantes-estudiantes y profesores con derechos, sino la de rectores, escuelas privadas, gobiernos local y federal y empresas. Los colegios privados podrán tener mayoría en la representación de rectores en el Consejo Nacional de Coordinación (artículo 52); las empresas, puerta abierta a inversiones en universidades, y los estudiantes, ser asediados con nuevos cobros (art. 67). Un sistema, además, cuya coordinación corresponde de manera exclusiva (arts. 47 y 48) a las autoridades federal y estatales, y donde la admisión de los aspirantes a escuelas privadas debe darse con pleno respeto a los derechos humanos y en apego a las disposiciones legales (art. 68) pero, como consecuencia, pues no se menciona, no así para las y los aspirantes a las instituciones públicas (art. 4).
Esta nueva autonomía de los rectores, empresarios y gobiernos reorganiza el poder, pero no la educación, y deteriora las condiciones de vida y trabajo de las comunidades e incluso el nivel de las mismas autoridades. Así, aunque algunos no estamos de acuerdo con las expresiones privadas del profesor Félix, de la UAM-X, respecto de la autoridad, la reacción de ésta es excesiva: el despido fulminante. E igual la terquedad de un gobierno de mantener al rector de la Universidad Intercultural Indígena de Michoacán, directivo también de un partido político, pese al rechazo de profesores. Si no hay cambios, la nueva autonomía ciertamente no será nuestra autonomía.