Cuando hablamos de belleza, entramos en el resbaladizo terreno de los deseos y los sueños, y en los dominios del tiempo. La gente siempre quiere gustar, pero los rasgos que resultan atractivos cambian sin cesar, en una oscilación permanente. Sorprende comprobar que los rostros y los cuerpos admirados en otros siglos, hoy pasarían desapercibidos. ¿Hay alguna explicación para este caprichoso vaivén de los gustos?
La percepción de belleza parece estar unida al éxito, a la dificultad y a la riqueza. Si algo tenemos en común, es la búsqueda de lo exclusivo. En la Antigüedad, la literatura satírica se reía de la delgadez porque sugería pobreza y falta de medios para comer mucho. Por aquel entonces, eran gordos —y estaban orgullosos de serlo— los ricos. El poeta Marcial dejó claras sus preferencias estéticas en un epigrama: “No quiero tener una amiga delgada, cuyos brazos puedo rodear con mis anillos, que me raspe con su rabadilla desnuda y me pinche con su rodilla y a la que le sobresalga en la espalda una sierra”.
Hoy, en un mundo donde abunda la comida barata y calórica, la delgadez exige esfuerzo, dinero y tiempo libre para cuidar el cuerpo. Por eso, se ha convertido en el nuevo canon, y la belleza sigue siendo tan difícil de alcanzar como siempre. Y es que todos deseamos ser lo más atractivos posible, pero, al mismo tiempo, idealizamos lo imposible.