Hubo una vez un escultor llamado Pigmalión que dio a una estatua la forma exacta de sus deseos. Mientras la construía, acariciaba con deleite todas sus perfecciones. Al terminarla estaba perdidamente enamorado de ella y pidió a la diosa del amor (en la antigua Grecia las competencias divinas estaban muy bien transferidas) encontrar a una mujer idéntica a la que había esculpido. Afrodita hizo cobrar vida a la escultura para que colmara de placer a Pigmalión.
Pigmalión se ha convertido en el símbolo del amor que necesita esculpir la realidad a imagen y semejanza de sus anhelos previos. En cambio, el filósofo griego Epicteto creía que somos nosotros quienes debemos conformar nuestras expectativas a la realidad, porque la pasión transformadora enturbia nuestras relaciones. Afirmaba que no deberíamos malgastar esfuerzos criticando u oponiéndonos al modo de ser de los demás. Hay que abrir los ojos, mirar de frente las cosas tal y como son para ahorrarnos el monótono dolor de las decepciones evitables. Las personas actúan casi siempre conforme a su carácter y dominadas por sus hábitos. Si intentamos llevar las riendas de sus vidas, nuestros esfuerzos se verán desbaratados. Los demás son lo que son, no lo que deseamos que sean ni lo que parecían ser.
El mismo Pigmalión talló primero la piedra y después deseó que fuera humana, así que tampoco su leyenda supone una excepción a esta verdad: modelar a los vivos es imposible. La mejor prueba es que todos queremos cambiar el mundo y a todo el mundo para evitarnos cambiar nosotros. Somos rebeldes que no soportan la insubordinación.
Milenio, Ciudad de México / 12.02.2025 02:29:48