Ante la discusión autonomía sí o no que ahora ronda por las cámaras legislativas y los pasillos, aulas y cubículos de la Universidad Pedagógica Nacional, es importante plantearnos que la autonomía universitaria es la capacidad que tendrían estas instituciones de educación superior para gobernarse, administrar sus recursos, definir sus planes de estudio e investigar sin injerencia externa, particularmente del Estado, pero también de intereses privados, ya sea empresariales o ideológicos. La autonomía se fundamenta en la libertad académica y en la necesidad de que la educación superior se rija por criterios científicos y humanísticos, y se aleje de motivaciones sesgadas, oportunistas o de momento.
Los ámbitos en los que se puede dar la autonomía pueden ser académica, que es la capacidad de definir planes de estudio, métodos de enseñanza e investigación sin interferencia externa; esta autonomía se liga con la autonomía normativa que, dentro del marco de las leyes, permite que la universidad determine la forma en que ha de manejarse
Adicionalmente, en lo referente a la autonomía, tenemos la financiera, que es la capacidad legal de gestionar un presupuesto propio, así como los recursos de la universidad de acuerdo con criterios y reglamentos propios, lo que está unido, por supuesto, a la autonomía administrativa. En este sentido, la rendición de cuentas y la honradez deberían ser prioritarios, pues sin importar de dónde provenga el dinero (que en el caso mexicano generalmente será del presupuesto federal o estatal) se deberá ejercer para los fines de la institución y no ser objeto de corrupción y otras prácticas ilícitas.
Contra lo que muchos piensan, y que los gobiernos de MORENA temen, como lo han mostrado con el acoso sufrido por la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, la autonomía universitaria no significa que las instituciones queden descontroladas y desligadas totalmente de los proyectos nacionales, pues las universidades siguen sujetas a regulaciones estatales en aspectos como financiamiento, acreditación y normas laborales, punto en el que casi todas las universidades autónomas importantes del país quedan mucho a deber, particularmente a sus docentes, que en su mayoría deben trabajar sin las condiciones mínimas de justicia, equidad y respeto a las leyes laborales que nos rigen. Lo que sí garantiza la autonomía es que sus decisiones académicas y científicas no dependan de factores políticos o económicos ajenos a su misión educativa.
Evidentemente, la autonomía universitaria en teoría permite mayor libertad académica, así como investigación independiente que permite a docentes e investigadores trabajar sin censura ni presiones externas, promoviendo el pensamiento crítico y la innovación. Esto, a su vez, debería influir en una mayor calidad educativa, pues planes y programas de estudia pueden actualizarse y adecuarse sin injerencias de otra índole, ni modas o caprichos burocráticos, aunque esta no es una garantía absoluta, pues instituciones autónomas como el Tec de Monterrey más que alinearse con la ciencia se alinea con los intereses privados del país.
A todos estos motivos, se unen los siguientes: gestión eficiente, pues teóricamente la autonomía permite la administración de recursos según las necesidades de la universidad optimizando el uso del presupuesto y reduciendo la burocracia. Sin embargo, y de acuerdo con la experiencia que hemos tenido en las universidades del país, esto puede no ser del todo cierto, pues en realidad esa gestión de recursos de traduce en ocasiones en la disminución de salarios, de oportunidades de carrera y promoción para los profesores que no tenían base al momento de conseguir la tan deseada autonomía.
En conjunto, la autonomía fortalece la capacidad de las universidades para cumplir su misión educativa, científica y social con independencia y responsabilidad, pero también podría ser causa de mayores pérdidas y sufrimientos para un gran número de trabajadores que vivimos en este gobierno de una “izquierda” tan absolutamente sui generis y socialdemócrata (en el mejor de los casos).