Contuvo un instante la respiración, clavó las uñas en la palma de sus manos y dijo, muy rápido: «Estoy enamorado de ti». Vio que ella enrojecía bruscamente, como si alguien hubiera golpeado sus mejillas, que eran de una palidez resplandeciente y muy suave. Aterrado, sintió que la confusión ascendía por él y petrificaba su lengua. Deseó salir corriendo, acabar: en la taciturna mañana de invierno había surgido ese desaliento íntimo que lo abatía siempre en los momentos decisivos. Unos minutos antes, entre la multitud animada y sonriente que circulaba por el Parque Central de Miraflores, Miguel se repetía aún: «Ahora. Al llegar a la avenida Pardo. Me atreveré. ¡Ah, Rubén, si supieras cómo te odio!». Y antes todavía, en la Iglesia, mientras buscaba a Flora con los ojos, la divisaba al pie de una columna y, abriéndose paso con los codos sin pedir permiso a las señoras que empujaba, conseguía acercársele y saludarla en voz baja, volvía a decirse, tercamente, como esa madrugada, tendido en su lecho, vigilando la aparición de la luz: «No hay más remedio.
Tengo que hacerlo hoy día. En la mañana. Ya me las pagarás, Rubén». Y la noche anterior había llorado, por primera vez en muchos años, al saber que se preparaba esa innoble emboscada. La gente seguía en el Parque y la avenida Pardo se hallaba desierta; caminaban por la alameda, bajo los ficus de cabelleras altas y tupidas. «Tengo que apurarme, pensaba Miguel, si no, me friego». Miró de soslayo alrededor: no había nadie, podía intentarlo. Lentamente fue estirando su mano izquierda hasta tocar la de ella; el contacto le reveló que transpiraba. Imploró que ocurriera un milagro, que cesara aquella humillación. «Qué le digo, pensaba, qué le digo». Ella acababa de retirar su mano y él se sentía desamparado y ridículo. Todas las frases radiantes, preparadas febrilmente la víspera, se habían disuelto como globos de espuma.
—Flora —balbuceó—, he esperado mucho tiempo este momento. Desde que te conozco sólo pienso en ti. Estoy enamorado por primera vez, créeme, nunca había conocido una muchacha como tú.
Otra vez una compacta mancha blanca en su cerebro, el vacío. Ya no podía aumentar la presión: la piel cedía como jebe y las uñas alcanzaban el hueso. Sin embargo, siguió hablando, dificultosamente, con grandes intervalos, venciendo el bochornoso tartamudeo, tratando de describir una pasión irreflexiva y total, hasta descubrir, con alivio, que llegaban al primer óvalo de la avenida Pardo, y entonces calló. Entre el segundo y el tercer ficus, pasado el óvalo, vivía Flora. Se detuvieron, se miraron: Flora estaba aún encendida y la turbación había colmado sus ojos de un brillo húmedo. Desolado, Miguel se dijo que nunca le había parecido tan hermosa: una cinta azul recogía sus cabellos y él podía ver el nacimiento de su cuello, y sus orejas, dos signos de interrogación pequeñitos y perfectos.
—Mira, Miguel —dijo Flora; su voz era suave, llena de música, segura—. No puedo contestarte ahora. Pero mi mamá no quiere que ande con chicos hasta que termine el colegio.
—Todas las mamás dicen lo mismo, Flora —insistió Miguel—. ¿Cómo iba a saber ella? Nos veremos cuando tú digas, aunque sea sólo los domingos.
—Ya te contestaré, primero tengo que pensarlo —dijo Flora, bajando los ojos. Y después de unos segundos añadió—: Perdona, pero ahora tengo que irme, se hace tarde.
Miguel sintió una profunda lasitud, algo que se expandía por todo su cuerpo y lo ablandaba.
—¿No estás enojada conmigo, Flora, no? —dijo humildemente.
—No seas sonso —replicó ella, con vivacidad—. No estoy enojada.
—Esperaré todo lo que quieras —dijo Miguel—. Pero nos seguiremos viendo, ¿no? ¿Iremos al cine esta tarde, no?
—Esta tarde no puedo —dijo ella, dulcemente—. Me ha invitado a su casa Martha.
Una correntada cálida, violenta, lo invadió y se sintió herido, atontado, ante esa respuesta que esperaba y que ahora le parecía una crueldad. Era cierto lo que el Melanés había murmurado, torvamente, a su oído, el sábado en la tarde. Martha los dejaría solos, era la táctica habitual. Después, Rubén relataría a los pajarracos cómo él y su hermana habían planeado las circunstancias, el sitio y la hora. Martha habría reclamado, en pago de sus servicios, el derecho de espiar detrás de la cortina. La cólera empapó sus manos de golpe.
—No seas así, Flora. Vamos a la matiné como quedamos. No te hablaré de esto. Te prometo.
—No puedo, de veras —dijo Flora—. Tengo que ir donde Martha. Vino ayer a mi casa para invitarme. Pero después iré con ella al Parque Salazar.
Ni siquiera vio en esas últimas palabras una esperanza. Un rato después contemplaba el lugar donde había desaparecido la frágil figurita celeste, bajo el arco majestuoso de los ficus de la avenida. Era posible competir con un simple adversario, no con Rubén. Recordó los nombres de las muchachas invitadas por Martha, una tarde de domingo. Ya no podía hacer nada, estaba derrotado. Una vez más surgió entonces esa imagen que lo salvaba siempre que sufría una frustración: desde un lejano fondo de nubes infladas de humo negro se aproximaba él, al frente de una compañía de cadetes de la Escuela Naval, a una tribuna levantada en el Parque; personajes vestidos de etiqueta, el sombrero de copa en la mano, y señoras de joyas relampagueantes lo aplaudían. Aglomerada en las veredas, una multitud en la que sobresalían los rostros de sus amigos y enemigos, lo observaba maravillada, murmurando su nombre. Vestido de paño azul, una amplia capa flotando a sus espaldas, Miguel desfilaba delante, mirando el horizonte. Levantada la espada, su cabeza describía media esfera en el aire: allí, en el corazón de la tribuna estaba Flora, sonriendo. En una esquina, haraposo, avergonzado, descubría a Rubén: se limitaba a echarle una brevísima ojeada despectiva. Seguía marchando, desaparecía entre vítores.
Como el vaho de un espejo que se frota, la imagen desapareció. Estaba en la puerta de su casa, odiaba a todo el mundo, se odiaba. Entró y subió directamente a su cuarto. Se echó de bruces en la cama; en la tibia oscuridad, entre sus pupilas y sus párpados, apareció el rostro de la muchacha. —«Te quiero, Flora», dijo él en voz alta— y luego Rubén, con su mandíbula insolente y su sonrisa hostil; estaban uno al lado del otro, se acercaban, los ojos de Rubén se torcían para mirarlo burlonamente mientras su boca avanzaba hacia Flora.
Saltó de la cama. El espejo del armario le mostró un rostro ojeroso, lívido. «No la veré decidió. No me hará esto, no permitiré que me haga esa perrada».
La avenida Pardo continuaba solitaria. Acelerando el paso sin cesar, caminó hasta el cruce con la avenida Grau; allí vaciló. Sintió frío; había olvidado el saco en su cuarto y la sola camisa no bastaba para protegerlo del viento que venía del mar y se enredaba en el denso ramaje de los ficus con un suave murmullo. La temida imagen de Flora y Rubén juntos le dio valor, y siguió andando. Desde la puerta del bar vecino al cine Montecarlo, los vio en la mesa de costumbre, dueños del ángulo que formaban las paredes del fondo y de la izquierda. Francisco, el Melanés, Tobías, el Escolar lo descubrían y, después de un instante de sorpresa, se volvían hacia Rubén, los rostros maliciosos, excitados. Recuperó el aplomo de inmediato: frente a los hombres sí sabía comportarse.
—Hola —les dijo, acercándose—. ¿Qué hay de nuevo?
—Siéntate —le alcanzó una silla el Escolar—. ¿Qué milagro te ha traído por aquí?
—Hace siglos que no venías —dijo Francisco.
—Me provocó verlos —dijo Miguel, cordialmente—. Ya sabía que estaban aquí. ¿De qué se asombran? ¿O ya no soy un pajarraco?
Tomó asiento entre el Melanés y Tobías. Rubén estaba al frente.
—¡Cuncho! —gritó el Escolar—. Trae otro vaso. Que no esté muy mugriento.
Cuncho trajo el vaso y el Escolar lo llenó de cerveza. Miguel dijo «por los pajarracos» y bebió.
—Por poco te tomas el vaso también —dijo Francisco—. ¡Qué ímpetus!
—Apuesto a que fuiste a misa de una —dijo el Melanés, un párpado plegado por la satisfacción, como siempre que iniciaba algún enredo—. ¿O no?
—Fui —dijo Miguel, imperturbable—. Pero sólo para ver a una hembrita. Nada más.
Miró a Rubén con ojos desafiantes, pero él no se dio por aludido; jugueteaba con los dedos sobre la mesa y, bajito, la punta de la lengua entre los dientes, silbaba La niña Popof, de Pérez Prado.
—¡Buena! —aplaudió el Melanés—. Buena, don Juan. Cuéntanos, ¿a qué hembrita?
—Eso es un secreto.
—Entre los pajarracos no hay secretos —recordó Tobías—. ¿Ya te has olvidado? Anda, ¿quién era?
—Qué te importa —dijo Miguel.
—Muchísimo —dijo Tobías—. Tengo que saber con quien andas para saber quién eres.
—Toma mientras —dijo el Melanés a Miguel—. Una a cero.
—¿A que adivino quién es? —dijo Francisco—. ¿Ustedes no?
—Yo ya sé —dijo Tobías.
—Y yo —dijo el Melanés. Se volvió a Rubén con ojos y voz muy inocentes—. Y tú, cuñado, ¿adivinas quién es?
—No —dijo Rubén, con frialdad—. Y tampoco me importa.
—Tengo llamitas en el estómago —dijo el Escolar—. ¿Nadie va a pedir una cerveza?
El Melanés se pasó un patético dedo por la garganta:
—I haven’t money, darling —dijo.
—Pago una botella —anunció Tobías, con ademán solemne—. A ver quién me sigue, hay que apagarle las llamitas a este baboso.
—Cuncho, bájate media docena de Cristales —dijo Miguel.
Hubo gritos de júbilo, exclamaciones.
—Eres un verdadero pajarraco —afirmó Francisco.
—Sucio, pulguiento —agregó el Melanés—, sí, señor, un pajarraco de la pitri-mitri.
Cuncho trajo las cervezas. Bebieron. Escucharon al Melanés referir historias sexuales, crudas, extravagantes y afiebradas y se entabló entre Tobías y Francisco una recia polémica sobre fútbol. El Escolar contó una anécdota. Venía de Lima a Miraflores en un colectivo; los demás pasajeros bajaron en la avenida Arequipa. A la altura de Javier Prado subió el cachalote Tomasso, ese albino de dos metros que sigue en Primaria, vive por la Quebrada ¿ya captan?; simulando gran interés por el automóvil comenzó a hacer preguntas al chofer, inclinado hacia el asiento de adelante, mientras rasgaba con una navaja, suavemente, el tapiz del espaldar.
—Lo hacía porque yo estaba ahí —afirmó el Escolar—. Quería lucirse.
—Es un retrasado mental —dijo Francisco—. Esas cosas se hacen a los diez años. A su edad, no tiene gracia.
—Tiene gracia lo que pasó después —rio el Escolar—. Oiga chofer, ¿no ve que este cachalote está destrozando su carro?
—¿Qué? —dijo el chofer, frenando en seco. Las orejas encarnadas, los ojos espantados, el cachalote Tomasso forcejeaba con la puerta.
—Con su navaja —dijo el Escolar—. Fíjese cómo le ha dejado el asiento.
El cachalote logró salir por fin. Echó a correr por la avenida Arequipa; el chofer iba tras él, gritando: agarren a ese desgraciado.
—¿Lo agarró? —preguntó el Melanés.
—No sé. Yo desaparecí. Y me robé la llave del motor, de recuerdo. Aquí la tengo.
Sacó de su bolsillo una pequeña llave plateada y la arrojó sobre la mesa. Las botellas estaban vacías. Rubén miró su reloj y se puso de pie.
—Me voy —dijo—. Ya nos vemos.
—No te vayas —dijo Miguel—. Estoy rico hoy día. Los invito a almorzar a todos.
Un remolino de palmadas cayó sobre él, los pajarracos le agradecieron con estruendo, lo alabaron.
—No puedo —dijo Rubén—. Tengo que hacer.
—Anda vete nomás, buen mozo —dijo Tobías—. Y salúdame a Marthita.
—Pensaremos mucho en ti, cuñado —dijo el Melanés.
—No —exclamó Miguel—. Invito a todos o a ninguno. Si se va Rubén, nada.
—Ya has oído, pajarraco Rubén —dijo Francisco—, tienes que quedarte.
—Tienes que quedarte —dijo el Melanés—, no hay tutías.
—Me voy —dijo Rubén.
—Lo que pasa es que estás borracho —dijo Miguel—. Te vas porque tienes miedo de quedar en ridículo delante de nosotros, eso es lo que pasa.
—¿Cuántas veces te he llevado a tu casa boqueando? —dijo Rubén—. ¿Cuántas te he ayudado a subir la reja para que no te pesque tu papá? Resisto diez veces más que tú.
—Resistías —dijo Miguel—. Ahora está difícil. ¿Quieres ver?
—Con mucho gusto —dijo Rubén—. ¿Nos vemos a la noche, aquí mismo?
—No. En este momento. —Miguel se volvió hacia los demás, abriendo los brazos—. Pajarracos, estoy haciendo un desafío.
Dichoso, comprobó que la antigua fórmula conservaba intacto su poder. En medio de la ruidosa alegría que había provocado, vio a Rubén sentarse, pálido.
—¡Cuncho! —gritó Tobías—. El menú. Y dos piscinas de cerveza. Un pajarraco acaba de lanzar un desafío.
Pidieron bistecs a la chorrillana y una docena de cervezas. Tobías dispuso tres botellas para cada uno de los competidores y las demás para el resto. Comieron hablando apenas. Miguel bebía después de cada bocado y procuraba mostrar animación, pero el temor de no resistir lo suficiente crecía a medida que la cerveza depositaba en su garganta un sabor ácido. Cuando acabaron las seis botellas, hacía rato que Cuncho había retirado los platos.
—Ordena tú —dijo Miguel a Rubén.
—Otras tres por cabeza.
Después del primer vaso de la nueva tanda, Miguel sintió que los oídos le zumbaban; su cabeza era una lentísima ruleta, todo se movía.
—Me hago pis —dijo—. Voy al baño.
Los pajarracos rieron.
—¿Te rindes? —preguntó Rubén.
—Voy a hacer pis —gritó Miguel—. Si quieres, que traigan más.
En el baño, vomitó. Luego se lavó la cara, detenidamente, procurando borrar toda señal reveladora. Su reloj marcaba las cuatro y media. Pese al denso malestar, se sintió feliz. Rubén ya no podía hacer nada. Regresó donde ellos.
—Salud —dijo Rubén, levantando el vaso.
«Está furioso, pensó Miguel. Pero ya lo fregué».
—Huele a cadáver —dijo el Melanés—. Alguien se nos muere por aquí.
—Estoy nuevecito —aseguró Miguel, tratando de dominar el asco y el mareo.
—Salud —repetía Rubén.
Cuando hubieron terminado la última cerveza, su estómago parecía de plomo, las voces de los otros llegaban a sus oídos como una confusa mezcla de ruidos. Una mano apareció de pronto bajo sus ojos, era blanca y de largos dedos, lo cogía del mentón, lo obligaba a alzar la cabeza, la cara de Rubén había crecido. Estaba chistoso, tan despeinado y colérico.
—¿Te rindes, mocoso? Miguel se incorporó de golpe y empujó a Rubén, pero antes que el simulacro prosperara, intervino el Escolar.
—Los pajarracos no pelean nunca —dijo, obligándolos a sentarse—. Los dos están borrachos. Se acabó. Votación.
El Melanés, Francisco y Tobías accedieron a otorgar el empate, de mala gana.
—Yo ya había ganado —dijo Rubén—. Este no puede ni hablar. Mirenlo.
Efectivamente, los ojos de Miguel estaban vidriosos, tenía la boca abierta y de su lengua chorreaba un hilo de saliva.
—Cállate —dijo el Escolar—. Tú no eres un campeón que digamos, tomando cerveza.
—No eres un campeón tomando cerveza —subrayó el Melanés—. Sólo eres un campeón de natación, el trome de las piscinas.
—Mejor tú no hables —dijo Rubén—; ¿no ves que la envidia te corroe?
—Viva la Esther Williams de Miraflores —dijo el Melanés.
—Tremendo vejete y ni siquiera sabes nadar —dijo Rubén—. ¿No quieres que te dé unas clases?
—Ya sabemos, maravilla —dijo el Escolar—. Has ganado un campeonato de natación. Y todas las chicas se mueren por ti. Eres un campeoncito.
—Este no es campeón de nada —dijo Miguel, con dificultad—. Es pura pose.
—Te estás muriendo —dijo Rubén—. ¿Te llevo a tu casa, niñita?
—No estoy borracho —aseguró Miguel—. Y tú eres pura pose.
—Estás picado porque le voy a caer a Flora —dijo Rubén—. Te mueres de celos. ¿Crees que no capto las cosas?
—Pura pose —dijo Miguel—. Ganaste porque tu padre es Presidente de la Federación, todo el mundo sabe que hizo trampa, descalificó al Conejo Villarán, sólo por eso ganaste.
—Por lo menos nado mejor que tú —dijo Rubén—, que ni siquiera sabes correr olas.
—Tú no nadas mejor que nadie —dijo Miguel—. Cualquiera te deja botado.
—Cualquiera —dijo el Melanés—. Hasta Miguel, que es una madre.
—Permítanme que me sonría —dijo Rubén.
—Te permitimos —dijo Tobías—. No faltaba más.
—Se me sobran porque estamos en invierno —dijo Rubén—. Si no, los desafiaba a ir a la playa, a ver si en el agua son tan sobrados.
—Ganaste el campeonato por tu padre —dijo Miguel—. Eres pura pose. Cuando quieras nadar conmigo, me avisas nomás, con toda confianza. En la playa, en el Terrazas, donde quieras.
—En la playa —dijo Rubén—. Ahora mismo.
—Eres pura pose —dijo Miguel.
El rostro de Rubén se iluminó de pronto y sus ojos, además de rencorosos, se volvieron arrogantes.
—Te apuesto a ver quién llega primero a la reventazón —dijo.
—Pura pose —dijo Miguel.
—Si ganas —dijo Rubén—, te prometo que no le caigo a Flora. Y si yo gano tú te vas con la música a otra parte.
—¿Qué te has creído? —balbuceó Miguel—. Maldita sea, ¿qué es lo que te has creído?
—Pajarracos —dijo Rubén, abriendo los brazos—, estoy haciendo un desafío.
—Miguel no está en forma ahora —dijo el Escolar—. ¿Por qué no se juegan a Flora a cara o sello?
—Y tú por qué te metes —dijo Miguel—. Acepto. Vamos a la playa.
—Están locos —dijo Francisco—. Yo no bajo a la playa con este frío. Hagan otra apuesta.
—Ha aceptado —dijo Rubén—. Vamos.
—Cuando un pajarraco hace un desafío, todos se meten la lengua al bolsillo —dijo Melanés—. Vamos a la playa. Y si no se atreven a entrar al agua, los tiramos nosotros.
—Los dos están borrachos —insistió el Escolar—. El desafío no vale.
—Cállate, Escolar —rugió Miguel—. Ya estoy grande, no necesito que me cuides.
—Bueno —dijo el Escolar, encogiendo los hombros—. Friégate, nomás.
Salieron. Afuera los esperaba una atmósfera quieta, gris. Miguel respiró hondo; se sintió mejor. Caminaban adelante Francisco, el Melanés y Rubén. Atrás, Miguel y el Escolar. En la avenida Grau había algunos transeúntes; la mayoría, sirvientas de trajes chillones en su día de salida. Hombres cenicientos, de gruesos cabellos lacios, merodeaban a su alrededor y las miraban con codicia; ellas reían mostrando sus dientes de oro. Los pajarracos no les prestaban atención. Avanzaban a grandes trancos y la excitación los iba ganando, poco a poco.
—¿Ya se te pasó? —dijo el Escolar.
—Si —respondió Miguel—. El aire me ha hecho bien.
En la esquina de la avenida Pardo, doblaron. Marchaban desplegados como una escuadra, en una misma línea, bajo los ficus de la alameda, sobre las losetas hinchadas a trechos por las enormes raíces de los árboles que irrumpían a veces en la superficie como garfios. Al bajar por la Diagonal, cruzaron a dos muchachas. Rubén se inclinó, ceremonioso.
—Hola, Rubén —cantaron ellas, a dúo.
Tobías las imitó, aflautando la voz:
—Hola, Rubén, príncipe.
La avenida Diagonal desemboca en una pequeña quebrada que se bifurca; por un lado, serpentea el Malecón, asfaltado y lustroso; por el otro, hay una pendiente que contornea el cerro y llega hasta el mar. Se llama «la bajada a los baños», su empedrado es parejo y brilla por el repaso de las llantas de los automóviles y los pies de los bañistas de muchísimos veranos.
—Entremos en calor, campeones —gritó el Melanés, echándose a correr. Los demás lo imitaron. Corrían contra el viento y la delgada bruma que subían desde la playa, sumidos en un emocionante torbellino; por sus oídos, su boca y sus narices penetraba el aire a sus pulmones y una sensación de alivio y desintoxicación se expandía por su cuerpo a medida que el declive se acentuaba y en un momento sus pies no obedecían ya sino a una fuerza misteriosa que provenía de lo más profundo de la tierra. Los brazos como hélices, en sus lenguas un aliento salado, los pajarracos descendieron la bajada a toda carrera, hasta la plataforma circular, suspendida sobre el edificio de las casetas. El mar se desvanecía a unos cincuenta metros de la orilla, en una espesa nube que parecía próxima a arremeter contra los acantilados, altas moles oscuras plantadas a lo largo de toda la bahía.
—Regresemos —dijo Francisco—. Tengo frío.
Al borde de la plataforma hay un cerco manchado a pedazos por el musgo. Una abertura señala el comienzo de la escalerilla, casí vertical, que baja hasta la playa. Los pajarracos contemplaban desde allí, a sus pies, una breve cinta de agua libre, y la superficie inusitada, bullente, cubierta por la espuma de las olas.
—Me voy si este se rinde —dijo Rubén.
—¿Quién habla de rendirse? —repuso Miguel—. ¿Pero qué te has creído?
Rubén bajó la escalerilla a saltos, a la vez que se desabotonaba la camisa.
—¡Rubén! —gritó el Escolar—. ¿Estás loco? ¡Regresa!
Pero Miguel y los otros también bajaban y el Escolar los siguió.
En el verano, desde la baranda del largo y angosto edificio recostado contra el cerro, donde se hallan los cuartos de los bañistas, hasta el limite curvo del mar, había un declive de piedras plomizas donde la gente se asoleaba. La pequeña playa hervía de animación desde la mañana hasta el crepúsculo. Ahora el agua ocupaba el declive y no había sombrillas de colores vivísimos, ni muchachas elásticas de cuerpos tostados, no resonaban los gritos melodramáticos de los niños y de las mujeres cuando una ola conseguía salpicarlos antes de regresar arrastrando rumorosas piedras y guijarros, no se veía ni un hilo de playa, pues la corriente inundaba hasta el espacio limitado por las sombrías columnas que mantienen el edificio en vilo, y, en el momento de la resaca, apenas se descubrían los escalones de madera y los soportes de cemento, decorados por estalactitas y algas.
—La reventazón no se ve —dijo Rubén—. ¿Cómo hacemos?
Estaban en la galería de la izquierda, en el sector correspondiente a las mujeres; tenían los rostros serios.
—Esperen hasta mañana —dijo el Escolar—. Al mediodía estará despejado. Así podremos controlarlos.
—Ya que hemos venido hasta aquí que sea ahora —dijo el Melanés—. Pueden controlarse ellos mismos.
—Me parece bien —dijo Rubén—. ¿Y a ti?
—También —dijo Miguel.
Cuando estuvieron desnudos, Tobías bromeó acerca de las venas azules que escalaban el vientre liso de Miguel. Descendieron. La madera de los escalones, lamida incesantemente por el agua desde hacía meses, estaba resbaladiza y muy suave. Prendido al pasamano de hierro para no caer, Miguel sintió un estremecimiento que subía desde la planta de sus pies al cerebro. Pensó que, en cierta forma, la neblina y el frío lo favorecían, el éxito ya no dependía de la destreza, sino sobre todo de la resistencia, y la piel de Rubén estaba también cárdena, replegada en millones de carpas pequeñísimas. Un escalón más abajo, el cuerpo armonioso de Rubén se inclinó; tenso, aguardaba el final de la resaca y la llegada de la próxima ola, que venía sin bulla, airosamente, despidiendo por delante una bandada de trocitos de espuma. Cuando la cresta de la ola estuvo a dos metros de la escalera, Rubén se arrojó: los brazos como lanzas, los cabellos alborotados por la fuerza del impulso, su cuerpo cortó el aire rectamente y cayó sin doblarse, sin bajar la cabeza ni plegar las piernas, rebotó en la espuma, se hundió apenas y, de inmediato, aprovechando la marea, se deslizó hacia adentro; sus brazos aparecían y se hundían entre un burbujeo frenético y sus pies iban trazando una estela cuidadosa y muy veloz. A su vez, Miguel bajó otro escalón y esperó la próxima ola. Sabía que el fondo allí era escaso, que debía arrojarse como una tabla, duro y rígido, sin mover un músculo, o chocaría contra las piedras. Cerró los ojos y saltó, y no encontró el fondo, pero su cuerpo fue azotado desde la frente hasta las rodillas, y surgió un vivísimo escozor mientras braceaba con todas sus fuerzas para devolver a sus miembros el calor que el agua les había arrebatado de golpe. Estaba en esa extraña sección del mar de Miraflores vecina a la orilla, donde se encuentran la resaca y las olas, y hay remolinos y corrientes encontradas, y el último verano distaba tanto que Miguel había olvidado cómo franquearla sin esfuerzo. No recordaba que es preciso aflojar el cuerpo y abandonarse, dejarse llevar sumisamente a la deriva, bracear sólo cuando se salva una ola y se está sobre la cresta, en esa plancha liquida que escolta a la espuma y flota encima de las corrientes. No recordaba que conviene soportar con paciencia y cierta malicia ese primer contacto con el mar exasperado de la orilla que tironea los miembros y avienta chorros a la boca y los ojos, no ofrecer resistencia, ser un corcho, limitarse a tomar aire cada vez que una ola se avecina, sumergirse —apenas si reventó lejos y viene sin ímpetu, o hasta el mismo fondo si el estallido es cercano—, aferrarse a alguna piedra y esperar atento el estruendo sordo de su paso, para emerger de un solo impulso y continuar avanzando disimuladamente con las manos, hasta encontrar un nuevo obstáculo y entonces ablandarse, no combatir contra los remolinos, girar voluntariamente en la espiral lentísima y escapar de pronto, en el momento oportuno, de un solo manotazo. Luego, surge de improviso una superficie calma, conmovida por tumbos inofensivos; el agua es clara, llana, y en algunos puntos se divisan las opacas piedras submarinas.
Después de atravesar la zona encrespada, Miguel se detuvo, exhausto, y tomó aire. Vio a Rubén a poca distancia, mirándolo. El pelo le caía sobre la frente en cerquillo; tenía los dientes apretados.
—¿Vamos?
—Vamos.
A los pocos minutos de estar nadando, Miguel sintió que el frío, momentáneamente desaparecido, lo invadía de nuevo, y apuró el pataleo porque era en las piernas, en las pantorrillas sobre todo, donde el agua actuaba con mayor eficacia, insensibilizándolas primero, luego endureciéndolas. Nadaba con la cara sumergida y, cada vez que el brazo derecho se hallaba afuera, volvía la cabeza para arrojar el aire retenido y tomar otra provisión con la que hundía una vez más la frente y la barbilla, apenas, para no frenar su propio avance y, al contrario, hendir el agua como una proa y facilitar el desliz. A cada brazada veía con un ojo a Rubén, nadando sobre la superficie, suavemente, sin esfuerzo, sin levantar espuma ahora, con la delicadeza y la facilidad de una gaviota que planea. Miguel trataba de olvidar a Rubén y al mar y a la reventazón (que debía estar lejos aún, pues el agua era limpia, sosegada, y sólo atravesaban tumbos recién iniciados), quería recordar únicamente el rostro de Flora, el vello de sus brazos que en los días de sol centelleaba como un diminuto bosque de hilos de oro, pero no podía evitar que, a la imagen de la muchacha, sucediera otra, brumosa, excluyente, atronadora, que caía sobre Flora y la ocultaba, la imagen de una montaña de agua embravecida, no precisamente la reventazón (a la que había llegado una vez hacía dos veranos, y cuyo oleaje era intenso, de espuma verdosa y negruzca, porque en ese lugar, más o menos, terminaban las piedras y empezaba el fango que las olas extraían a la superficie y entreveraban con los nidos de algas y malaguas, tiñendo el mar), sino, más bien, en un verdadero océano removido por cataclismos interiores, en el que se elevaban olas descomunales, que hubieran podido abrazar a un barco entero y lo hubieran revuelto con asombrosa rapidez, despidiendo por los aires a pasajeros, lanchas, mástiles, velas, boyas, marineros, ojos de buey y banderas.
Dejó de nadar, su cuerpo se hundió hasta quedar vertical, alzó la cabeza y vio a Rubén que se alejaba. Pensó llamarlo con cualquier pretexto, decirle «por qué no descansamos un momento», pero no lo hizo. Todo el frío de su cuerpo parecía concentrarse en las pantorrillas, sentía los músculos agarrotados, la piel tirante, el corazón acelerado. Movió los pies febrilmente. Estaba en el centro de un circulo de agua oscura, amurallado por la neblina. Trató de distinguir la playa, o cuando menos la sombra de los acantilados, pero esa gasa equívoca que se iba disolviendo a su paso, no era transparente. Sólo veía una superficie breve, verde negruzca, y un manto de nubes, a ras de agua. Entonces, sintió miedo. Lo asaltó el recuerdo de la cerveza que había bebido, y pensó «fijo que eso me ha debilitado». Al instante pareció que sus brazos y piernas desaparecían. Decidió regresar, pero después de unas brazadas en dirección a la playa, dio media vuelta y nadó lo más ligero que pudo. «No llego a la orilla solo», se decía, «mejor estar cerca de Rubén, si me agoto le diré me ganaste pero regresemos». Ahora nadaba sin estilo, la cabeza en alto, golpeando el agua con los brazos tiesos, la vista clavada en el cuerpo imperturbable que lo precedía.
La agitación y el esfuerzo desentumecieron sus piernas, su cuerpo recobró algo de calor, la distancia que lo separaba de Rubén había disminuido y eso lo serenó. Poco después lo alcanzaba; estiró un brazo, cogió uno de sus pies. Instantáneamente el otro se detuvo. Rubén tenía muy enrojecidas las pupilas y la boca abierta.
—Creo que nos hemos torcido —dijo Miguel—. Me parece que estamos nadando de costado a la playa.
Sus dientes castañeteaban, pero su voz era segura. Rubén miró a todos lados. Miguel lo observaba, tenso.
—Ya no se ve la playa —dijo Rubén.
—Hace mucho rato que no se ve —dijo Miguel—. Hay mucha neblina.
—No nos hemos torcido —dijo Rubén—. Mira. Ya se ve la espuma.
En efecto, hasta ellos llegaban unos tumbos condecorados por una orla de espuma que se deshacía y, repentinamente, rehacía. Se miraron, en silencio.
—Ya estamos cerca de la reventazón, entonces —dijo, al fin, Miguel.
—Si. Hemos nadado rápido.
—Nunca había visto tanta neblina.
—¿Estás muy cansado? —preguntó Rubén.
—¿Yo? Estás loco. Sigamos.
Inmediatamente lamentó esa frase, pero ya era tarde. Rubén había dicho «bueno, sigamos».
Llegó a contar veinte brazadas antes de decirse que no podía más: casi no avanzaba, tenía la pierna derecha semi-inmovilizada por el frío, sentía los brazos torpes y pesados. Acezando, gritó «¡Rubén!». Este seguía nadando. «¡Rubén, Rubén!». Giró y comenzó a nadar hacia la playa, a chapotear más bien, con desesperación, y de pronto rogaba a Dios que lo salvara, sería bueno en el futuro, obedecería a sus padres, no faltaría a la misa del domingo y, entonces, recordó haber confesado a los pajarracos «voy a la iglesia sólo a ver a una hembrita» y tuvo una certidumbre como una puñalada: Dios iba a castigarlo, ahogándolo en esas aguas turbias que golpeaba frenético, aguas bajo las cuales lo aguardaba una muerte atroz y, después, quizás, el infierno. En su angustia surgió entonces como un eco, cierta frase pronunciada alguna vez por el padre Alberto en la clase de religión, sobre la bondad divina que no conoce limites, y mientras azotaba el mar con los brazos —sus piernas colgaban como plomadas transversales—, moviendo los labios rogó a Dios que fuera bueno con él, que era tan joven, y juró que iría al seminario si se salvaba, pero un segundo después rectificó, asustado, y prometió que en vez de hacerse sacerdote haría sacrificios y otras cosas, daría limosnas y Ahí descubrió que la vacilación y el regateo en ese instante critico podían ser fatales y entonces sintió los gritos enloquecidos de Rubén, muy próximos, y volvió la cabeza y lo vio, a unos diez metros, media cara hundida en el agua, agitando un brazo, implorando: «¡Miguel, hermanito, ven, me ahogo, no te vayas!».
Quedó perplejo, inmóvil, y fue de pronto como si la desesperación de Rubén fulminara la suya; sintió que recobraba el coraje, la rigidez de sus piernas se atenuaba.
—Tengo calambre en el estómago —chillaba Rubén—. No puedo más, Miguel. Sálvame, por lo que más quieras, no me dejes, hermanito.
Flotaba hacia Rubén, y ya iba a acercársele cuando recordó, los náufragos sólo atinan a prenderse como tenazas de sus salvadores y los hunden con ellos, y se alejó pero los gritos lo aterraban y presintió que si Rubén se ahogaba él tampoco llegaría a la playa, y regresó. A dos metros de Rubén, algo blanco y encogido que se hundía y emergía, gritó: «no te muevas, Rubén, te voy a jalar pero no trates de agarrarme, si me agarras nos hundimos. Rubén, te vas a quedar quieto, hermanito, yo te voy a jalar de la cabeza, no me toques». Se detuvo a una distancia prudente, alargó una mano hasta alcanzar los cabellos de Rubén. Principió a nadar con el brazo libre, esforzándose todo lo posible por ayudarse con las piernas. El desliz era lento, muy penoso, acaparaba todos sus sentidos, apenas escuchaba a Rubén quejarse monótonamente, lanzar de pronto terribles alaridos, «me voy a morir, sálvame, Miguel», o estremecerse por las arcadas. Estaba exhausto cuando se detuvo. Sostenía a Rubén con una mano, con la otra trazaba círculos en la superficie. Respiró hondo por la boca. Rubén tenía la cara contraída por el dolor, los labios plegados en una mueca insólita.
—Hermanito —susurró Miguel—, ya falta poco, haz un esfuerzo. Contesta, Rubén. Grita. No te quedes así.
Lo abofeteó con fuerza y Rubén abrió los ojos, movió la cabeza débilmente.
—Grita, hermanito —repitió Miguel—. Trata de estirarte. Voy a sobarte el estómago. Ya falta poco, no te dejes vencer.
Su mano buscó bajo el agua, encontró una bola dura que nacía en el ombligo de Rubén y ocupaba gran parte del vientre. La repasó, muchas veces, primero despacio, luego fuertemente, y Rubén gritó: «¡no quiero morirme, Miguel, sálvame!».
Comenzó a nadar de nuevo, arrastrando a Rubén esta vez de la barbilla. Cada vez que un tumbo los sorprendía, Rubén se atragantaba, Miguel le indicaba a gritos que escupiera. Y siguió nadando, sin detenerse un momento, cerrando los ojos a veces, animado porque en su corazón había brotado una especie de confianza, algo caliente y orgulloso, estimulante, que lo protegía contra el frío y la fatiga. Una piedra raspó uno de sus pies y él dio un grito y apuró. Un momento después podía pararse y pasaba los brazos en torno a Rubén. Teniéndolo apretado contra él, sintiendo su cabeza apoyada en uno de sus hombros, descansó largo rato. Luego ayudó a Rubén a extenderse de espaldas, y soportándolo en el antebrazo, lo obligó a estirar las rodillas; le hizo masajes en el vientre hasta que la dureza fue cediendo. Rubén ya no gritaba, hacía grandes esfuerzos por estirarse del todo y con sus manos se frotaba también.
—¿Estás mejor?
—Si, hermanito, ya estoy bien. Salgamos.
Una alegría inexpresable los colmaba mientras avanzaban sobre las piedras, inclinados hacia adelante para enfrentar la resaca, insensibles a los erizos. Al poco rato vieron las aristas de los acantilados, el edificio de los baños y, finalmente, ya cerca de la orilla, a los pajarracos, en pie en la galería de las mujeres, mirándolos.
—Oye —dijo Rubén.
—Si.
—No les digas nada. Por favor, no les digas que he gritado. Hemos sido siempre muy amigos, Miguel. No me hagas eso.
—¿Crees que soy un desgraciado? —dijo Miguel—. No diré nada, no te preocupes.
Salieron tiritando. Se sentaron en la escalerilla, entre el alboroto de los pajarracos.
—Ya nos íbamos a dar el pésame a las familias —decía Tobías.
—Hace más de una hora que están adentro —dijo el Escolar—. Cuenten, ¿cómo ha sido la cosa?
Hablando con calma, mientras se secaba el cuerpo con la camiseta, Rubén explicó:
—Nada. Llegamos a la reventazón y volvimos. Así somos los pajarracos. Miguel me ganó. Apenas por una puesta de mano. Claro que si hubiera sido en una piscina, habría quedado en ridículo.
Sobre la espalda de Miguel, que se había vestido sin secarse, llovieron las palmadas de felicitación.
—Te estás haciendo un hombre —le decía el Melanés.
Miguel no respondió. Sonriendo, pensaba que esa misma noche iría al Parque Salazar; todo Miraflores sabría ya, por boca del Melanés, que había vencido esa prueba heroica y Flora lo estaría esperando con los ojos brillantes. Se abría, frente a él, un porvenir dorado.