I
En Mazatlán, un hotelero de esos que tan bien se describen en “La maldición de la Malinche” (Palomares, 1975) Tú, hipócrita, que te muestras/ Humilde ante el extranjero, pero te vuelves soberbio/ Con tus hermanos del pueblo viene a quejarse de que sus gringuitos ya no quieren ir a Mazatlán porque las bandas sinaloenses que tocan en la playa (a los turistas mexicanos, que siempre se han caracterizado por corrientes, según él) corridos y, qué si no, música de banda, y promueve que esa gentuza se vaya a otro lado.
En Oaxaca, tierra de patriotas y traidores, pero de muchos mexicanos de bien, algunas cafeterías llenan sus cartas de nombres en inglés, francés o alemán, pero ni por asomo, de español, idioma que, sabemos, lo habla la gente barata, corrientita, los locales o el turismo nacional que ni turismo debería nombrarse.
En San Miguel de Allende, asociaciones de rednecks venidos a mal por la magia de los dólares y el malinchismo pretenden que los afroestadounidenses no se establezcan en sus rancias (de apestosas) colonias de hijos de Crockett y Bowie (no el músico, el mercenario) porque a ellos les gusta la segregación.
En la Ciudad de México, los alquileres de colonias céntricas, elevados ya por la gentrificación local, crecen exponencialmente ante la oferta de gringos con mucho dinero dispuestos a convertir esas colonias en puesta en escena de Wichita, Plain Rapids o Springfield. Y no, no es que odiemos a los vecinitos gandallas, sino que vienen a perjudicarnos.
II
La gentrificación nombra a las prácticas capitalistas de despojo de espacios urbanos deteriorados o en decadencia, a los que se inyecta capital, se aumenta artificialmente su valor, y los convierte en atractivos para personas con un mayor poder adquisitivo que la población local. Esta práctica tiene un potente componente ideológico, como podemos notar en la defensa que hacen de la gentrificación miles de mexicanos en las redes sociales, que se sienten tan cercanos a los anglos que, por supuesto, y en el mejor de los casos, los ven como el buen Pedrou o Ricardou, buenos para limpiar las cacas de sus perros, pasear a sus hijos o prepararles un café como en Main Street.
III
Esta gentrificación abarca también, o alguien cree que podría ser de otra forma, las escuelas y universidades de nuestro país. A pesar de que vivimos en una economía en la que prácticamente no existe la clase media, la mayoría de los mexicanos urbanos nos sentimos como personajes de sitcom californiano y anhelamos ese estilo de vida.
No solo los estudiantes, sino lo que es peor, profesores y directivos, organizadores y planificadores, sueñan con que sus clases sean como de universidad de Estados Unidos, sin importar los gravísimos problemas sociales y educativos que esto significa.
La gentrificación educativa en México es un fenómeno complejo que se ha intensificado en las últimas décadas, especialmente en áreas urbanas. Este proceso implica cambios en la composición demográfica y socioeconómica de las comunidades escolares, con la llegada de familias de ingresos más altos que buscan acceder a escuelas consideradas de mayor calidad, lo que ha hecho, y ejemplos sobran, que algunas universidades privadas que hasta hace unos años ofrecían una educación al menos aceptable y no tan cara, se conviertan en exprimidoras de recursos donde todo cuesta, pero claro, porque ahora dan clases en otros idiomas (inglés, que es lo único que parecen entender como “otro idioma” muchos conservadores y alienados mexicanos) y hacen debates (como en las películas de Hollywood) y tienen porristas.
Hay la percepción de que ciertas escuelas ofrecen una mejor educación en comparación con otras, pero este no es un fenómeno de ninguna manera “natural” desde un punto de vista sociológico, sino que está reforzado por propaganda que denosta la educación pública y ensalza la privada, acompañada de ataques directos contra las universidades populares.
Entre estas prácticas gentrificadoras de la educación está el condicionamiento de clases a los maestros a que sus alumnos los evalúen bien, las descalificaciones a docentes críticos o exigentes, los gastos en tecnología “lucidora”, pero poco efectiva y, sobre todo, el cambio o modificación de contenidos de estudio para hacerlos más vendedores y lucidores.