La especulación inmobiliaria y los despropósitos de la construcción no son una lacra exclusiva del presente. La Roma imperial conoció su propia burbuja, a causa de la cual la ciudad vivía casi suspendida en el aire, pues el afán de lucro llevaba a elevar cada vez más los edificios. En estos rascacielos antiguos, constructores y contratistas economizaban todo lo posible reduciendo la resistencia de la obra y rebajando la calidad de los materiales. Las ganancias eran fabulosas y numerosos los derrumbamientos. Marcial, llegado a Roma desde Bílbilis, donde la clase media provinciana aún creía en los frutos del trabajo, no podía contener la indignación y escribió con sarcasmo: “¿Para qué confiar la educación de tu hijo a un maestro? Por favor, no le insistas en que se dedique a estudiar. Si sirve para ello, haz de él un perito tasador.”
El problema también alcanzó a la administración y gestó casos de corrupción o derroche del dinero público. Hace unos dos mil años, el emperador Trajano investigó la desastrosa gestión de varios gobernadores en la actual Turquía. Así afloraron escándalos de obras inacabadas, ideadas de forma equivocada, que requerían recursos ingentes a menudo mal gastados. En la capital de la región se gastaron enormes cantidades en hacer un acueducto para traer agua corriente a la población, pero la obra quedó incompleta, fue abandonada y finalmente demolida. Los disparates de la especulación inmobiliaria se repiten siglo tras siglo, ya que caemos una y otra vez en la tentación de un modelo económico contra el que hace falta más crítica constructiva.