A Rocío Cruz, con esperanza.
“Locamente enamorados al cabo de tantos años de complicidad estéril, gozaban
con el milagro de quererse tanto en la mesa como en la cama, y llegaron a ser
tan felices, que todavía cuando eran dos ancianos agotados seguían retozando
como conejitos y peleándose como gatos.”
Gabriel García Márquez, p. 354
Hay una frase que me ha marcado de por vida: “¡Carajo, se murieron los muertos!”. Por alguna extraña razón de los procesos psicológicos de información, la oigo constantemente rodeándome la cabeza, acribillándome los sentidos, llevándome a la distracción durante esos momentos de aburrimiento extremo.
¿Por qué se mueren los muertos? ¿Por qué no permanecen entre nosotros los que, si acaso por error, podemos considerarnos “vivos”? Las respuestas pueden salir de la obviedad más burda: los mató el olvido, o llegar hasta el extremo más delirante de Jacques Derrida: se desconstruyeron.
Pero vale decir el autor de semejante improperio: Gabriel García Márquez. Quienes saben de su existencia, podrán decir que tal afirmación es tan natural como las sustancias corporales verdes o las lluvias de flores amarillas en su narrativa.
“El Gabo”, como algunos comentaristas literarios suelen llamarle, se ha convertido, desde hace varios años (quizás desde los primeros 70) en el fenómeno literario latinoamericano por excelencia. Millones de ejemplares, millares de reseñas, infinitas referencias en Internet, canciones en su honor dan muestra de que es un autor, cuando menos, comentado en diversos parajes.
Quizás sea prudente mencionar la leyenda negra de que este autor es el que mantiene con vida a Editorial Diana. O llamar la atención sobre la cantidad de puestos en la calle que venden su amplísima bibliografía. Tal vez también sería importante señalar que hay quienes afirman haberlo visto vestido de over-all entre los pasillos de Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo.
Otros más podrían ubicarlo como uno de los autores fundamentales del siglo XX.
Algunos se atreverían a decir que su novela más reciente, Memoria de mis putas tristes, es un refrito de un autor japonés. No faltaría quien lo señalaría como uno de los ganadores con mayor justicia del Nobel. Y, también, quedarían por ahí perdidos algunos que tienen sus obras subrayadas en distintos colores y que lo citan como si fuera jaculatoria de la Virgen de Lourdes.
García Márquez, sin lugar a dudas, es un autor a quien se lee, se respeta y se comenta. Es un escritor que vende, que consolida, que dibuja. Lectura para viajes en metro y para café de Las Lomas. Autor de culto, creador de lenguajes.
Vivir la experiencia de leerlo por primera vez, como parte de una asignatura o de algún concurso, reviste su obra de un halo académico insuperable. Releerlo cuando las jornadas laborales han pasado, cuando en lugar de ver algún programa de televisión para obtener descanso, le da un espíritu de bálsamo y de compañía.
Nacido en Aracataca, Colombia, en 1927, podríamos afirmar que nunca se imaginó que sus obras se traducirían a más de un idioma. De una tradición netamente latinoamericana (revolucionarios, abogados, campesinos han sido sus ancestros), es reconocido por la creación de un lugar imaginario llamado Macondo que está justo en medio de ninguna parte (aunque él refiere haber visto un rancho con ese nombre durante un viaje por sus terruños).
Es difícil comentar sus obras hoy día. Se ha dicho tanto que cualquier mención puede caer en riesgo de ser un efecto de otras lecturas o un lugar común o una franca herejía.
De su amplísima obra, tanto nos gustaría analizar La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada como su Crónica de una muerte anunciada. Otros preferirían hacer mención de El amor en los tiempos del cólera o de El coronel no tiene quien le escriba. Y así hasta finalizar el listado de títulos que tanto tiempo nos han acompañado, pues desde 1955 no deja de escribir.
Pero es de su obra más reconocida de la que me voy a atrever a hablar (un poco como ejercicio de memoria como de orden y proyección). En efecto, me atreveré a hacer caso, una vez más, de Cien años de soledad, publicada en 1967, y cuya primera edición, según cuentan las voces, tenía en la portada, por algún error de impresión, la “e” de “soledad” en sentido contrario, inversa.
Macondo, ya lo sabemos, además de ser una canción de Daniel Camino interpretada por Óscar Chávez, es un lugar mágico. Pero no del tipo de la Tierra Media de Tolkien o de Narnia de Lewis, sino completamente distinta y distante. Es, Macondo, un lugar imaginario que podría ser todo lugar. Al final de cuentas, el propio García Márquez ha afirmado que hemos dejado de ver lo extraordinario en nuestra vida cotidiana.
Macondo es un lugar donde el tiempo se detiene. No por ningún artilugio mágico (ni siquiera Melquíades interviene en ello), sino porque en él, todo está escrito, perdido en pergaminos de imposible interpretación. Es un sitio donde la historia se concentra, se perfila y se dirige hacia los sentidos estancados.
Sus habitantes tienen la fortuna de ser eternos. Sí, sabemos que todos y cada uno de ellos morirán por distintas causas: la locura, el olvido, la edad, el peso del mito histórico. E incluso, Remedios, la bella, asciende a los cielos. Todos tienen un final porque, como bien decían los griegos, el destino nos alcanza sin posibilidad de escape. Pero son eternos, precisamente, porque su historia se ha convertido en lugar de encuentro de toda capacidad simbólica, es decir, son arquetipos.
Tal vez en ello radique la profunda soledad de los personajes, quienes, a pesar de sus aventuras y peripecias sexuales, con todo y sus glorias revolucionarias, quedan al borde de la vida, viendo, desde sus seres transformados por la propia magia que no controlan, cómo se les va el tiempo, cómo se confunden en su genealogía, cómo se vuelven un punto de referencia obligada para el lector.
La fuerza retórica de Gabriel José García Márquez es simplemente insuperable. Es gracias a su lenguaje puntual, preciso, que cada escena es narrada con la profundidad deseada. Flores amarillas que descienden sobre los muertos, seres que no nacen y que condenan al infortunio, onomásticos compartidos hasta decir basta, crean el ambiente necesario para que el lector se pierda entre las grutas de los arquetipos.
Cada uno de los José Arcadios y de los Aurelianos nos recuerdan al otro. Como un juego de espejos. El personaje original (cualquiera que éste sea) está al centro de un laberinto. La única salida es concebirse a sí mismo como un buscador de piedras filosofales, como un coronel, como una bestia sexual o como un ser a quien el amor le es imposible. Eso es precisamente asumir el arquetipo dictado por el destino y, finalmente, no poder hacer absolutamente nada.
Las mujeres de la novela, por su parte, no responden en su totalidad a nombres para construir a su personalidad. Marcan la estabilidad y la continuidad en Macondo. Son, de alguna manera, quienes despiertan de los sueños y quienes sumergen en los mismos. Son quienes tienen el rumbo fijo, aunque algunas se han visto engañadas en más de una ocasión. Tampoco ellas, a pesar del cuidado en no caer en los mismos errores, pueden escapar a ese final previsto por quienes escribieron los manuscritos.
A Cien años de soledad se le puede tomar como esta construcción de lo íntimo frente a los problemas sociales. Una escenificación de las luchas entre Eros y Tanatos, entre la creatividad y la muerte, entre el esparcimiento y la continuidad, entre el yo y el tú.
Otros, en cambio, han visto a la novela emblemática de García Márquez como la historia épica tradicional de buena parte de América Latina, desde su fundación hasta su perdición, pasando por las luchas entre liberales y conservadores, tocando las revoluciones fallidas, cruzando las manifestaciones sindicales con sus respectivas matanzas, hasta la construcción del orden doméstico y la creación de mitos históricos.
Leer Cien años de soledad, antes una tarea obligatoria en las preparatorias o en las licenciaturas, hoy ha quedado marginado al espacio del placer. Y en ese sentido, el libro de Gabriel García Márquez encuentra un nuevo rumbo.
Leer, desafortunadamente, ya no es una tarea fundamental del estudiante. El aprendizaje verdadero ha sido sustituido por una suerte de asistencia a eventos que nada o poco dejan. Perderse del viaje por Macondo debería ser considerado como un crimen de lesa humanidad.
Sin embargo, tal vez estemos viviendo, nuestra querida Latinoamérica, una nueva etapa de ese Macondo que habitamos todos. Una etapa en la cual los mitos históricos, no solamente son falseados, sino profundamente olvidados. Una etapa en que los hijos ya no solamente no se llaman como sus padres, sino que son ignorados por completo. Una etapa en la que las multinacionales bananeras han dominado las estaciones del tren y siguen lanzando muertos a los mares. Una etapa, al fin de cuentas, que García Márquez previó en forma de monstruo.
Lo más terrible es que ese ser temido por su cola de cerdo cohabita entre nosotros sin darnos cuenta. Devorado por las hormigas, camina por las calles engendrando nuevas especies monstruosas, mismas que dirigen los pueblos ignorando el orden doméstico y prefiriendo los triunfos superfluos por sobre la verdadera trascendencia humana.
Retomar la historia que nos vio nacer, o los ecos de la misma en las novelas del realismo mágico pareciera una salida que pocos quieren tomar como algo más que una simple lectura pasajera. Habrá que ver si conocer a los Buendía es casi tan importante como reconocer las caras de las revistas de sociales en el mundo cotidiano. Después de todo, pasar los ojos por sobre un libro no implica leer el texto.
En medio de nuestra soledad, ¿quién marca lo que es importante? Quizás una bonificación. Quizás una acreditación. Quizás el ser considerado como líderes. O quizás, y solamente quizás, lo más importante para un hombre es dejarlo todo por un taller para construir pescaditos de oro.
Hace mucho que se ha acallado la voz de Melquíades. Y hoy la necesitamos como nunca.