Todos somos a la vez el doctor Jekyll y míster Hyde. ¿Hacia cuál de ellos se inclina la balanza? Los personajes creados por Robert L. Stevenson habitaban en el mismo ser, crecían juntos en él la bondad y la bajeza, el trigo y la cizaña. Igual nosotros, no somos unidimensionales, tenemos varias facetas y con ellas nos acercamos a los libros. Ellos pueden potenciar o menguar características que anidan en cada uno de nosotros, ayudarnos a evidenciar quiénes somos y quiénes podríamos ser.
El valor de los libros no se debe a la información que nos dejan al leerlos, sino a su potencial para contribuir a descubrir nuestra grandeza y fragilidad humana. El acto solitario de la lectura, cuando marca sus improntas en nosotros, nos permite mirar la vida desde nuevos ángulos y posibilidades. Uno de tales ángulos, tal vez, sea internalizar el hábito de mirarnos con otros ojos, como lo hicieron el príncipe y el mendigo en la magistral novela de Mark Twain. Ambos aprendieron lo que conlleva estar en los zapatos del otro.
Leer no puede, no debe, ser un sustituto de la vida. Encerrarse en páginas y páginas para evadir sistemáticamente la realidad es practicar un aislacionismo que reduce nuestro potencial humano, porque nos forjamos mejor en contacto con los otros, ya sean parecidos o completamente distintos a nosotros. Bien lo dice Marguerite Yourcenar en Memorias de Adriano: Mucho me costaría vivir en un mundo sin libros, pero la realidad no está en ellos, puesto que no cabe entera.
Por otra parte, la misma autora es precisa al compartirnos que el verdadero lugar del nacimiento es aquel donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente: mis primeras patrias fueron los libros. Y, en menor grado, las escuelas. Lo anterior no debe ser absolutizado, porque, aunque es cierto que para algunos los libros jugaron el papel de un espejo en el que se miraron por primera vez como nunca lo habían hecho, igualmente es verdad que para otros y otras el reflejo de sí mismos fue una experiencia singular, tal vez una película, una conversación lúdica o dolorosa, una experiencia religiosa, o tantas otras posibilidades que pone ante nosotros el amplio abanico que es la vida.
La de los lectores es una cofradía que se acrecienta con solidez cuando uno de sus integrantes transmite a posibles aspirantes a sumarse al círculo el placer de dialogar con autores, tiempos y horizontes fijados en obras antiguas o contemporáneas. Por ejemplo, el cautivante libro de José Emilio Pacheco Las batallas en el desierto (que está cumpliendo cuatro décadas de haber sido publicado por primera vez) nos plantea la desaparición del espíritu de una época y sus representaciones físicas, así como el descubrimiento de la magia del enamoramiento. Aunque cada lector no haya vivido en la atmósfera recreada con tanta maestría y nostalgia por José Emilio, el poder de interpelación de la obra es enorme, porque ¿quién no ha visto irse su mundo para transformarse en otro? Yo viví intensamente con Las batallas en el desierto lo que su autor escribió en otro lugar, no leemos a otros: nos leemos en ellos.
Mucho del sistema escolar está orientado para desalentar la lectura. En lugar de multiplicar los espejos, se veda a millones de estudiantes la posibilidad de reflejarse y examinarse con mirada inteligente. Hace falta imaginación pedagógica para transmitir el gozo de leer, y la carencia es porque en su mayor parte los profesores no son lectores. Las razones del problema, más que atribuibles a ellos, resultan de un conjunto de factores estructurales.
La clase política, conformada por integrantes de todos los partidos, es, en general, enemiga de la lectura y de ello da muestras contundentes todos los días. Porque un buen lector se ejercita en aprender a escuchar, ya que eso es lo que hace cuando recorre las páginas de un libro. Pero escucha para dialogar, para hablar y reconoce el derecho de otros a expresar sus ideas y cuestionamientos.
Los libros que nos ayudan a mirarnos en ellos fortalecen nuestra memoria personal y colectiva. Su contraparte, la desmemoria, es letal para la democratización de las sociedades. El poder, todos los poderes, prefieren masas desmemoriadas, certeramente lo ha dicho Walter Benjamin: La memoria abre expedientes que el derecho y la historia dan por cancelados.
Los lectores que combinan libros y vida, a diferencia de aquellos a quienes pareciera sólo interesarles sumar a su currículo páginas consumidas, están mejor capacitados para contagiar a otros la pasión de multiplicar los espejos milenarios, centenarios, de hace unas décadas o de hoy que están por muchas partes. Espejos en espera de alguien que quiera contemplarse y, así, contribuir a que más busquen asomarse a la aventura de verse reflejados sin, como Narciso, quedar absortos e inmovilizados por lo que vieron. No espejos que inmovilizan, sino espejos, libros, que ensanchan los horizontes de la vida.