Es difícil mantener la serenidad en momentos de enfermedad, contagio y muerte colectiva. Aun los más fuertes tendrán sus momentos de depresión, incertidumbre, miedo y desesperanza.
Los saldos hasta el momento son equivalentes o superiores a los de grandes guerras o terremotos. Porque éstos se ubican, siempre, en una región, en un momento determinado, y en el caso de las guerras, incluso en las mundiales, han existido zonas que, si bien padecieron los efectos económicos y políticos, se mantuvieron, relativamente, al margen de los sucesos.
Esto que estamos viviendo es más que una peste, su nombre lo indica, es una epidemia universal, una pandemia. Nos ha golpeado a todos, sin excepción. Ya se ha hablado de las medidas gubernamentales, de los aciertos y desaciertos en las medidas, de la investigación científica, de las vacunas, de sus efectos, de su aplicación cada vez en mayor escala a la población mundial, aunque, evidentemente, con los países más pobres al último, como siempre.
Aparte de las repercusiones obvias en términos de enfermedad y muerte, los daños económicos son terribles por la pérdida de empleos y el cierre de fábricas y comercios diversos. Y así, en todos los terrenos. A nosotros como maestros nos toca pensar en términos de los efectos en la educación.
Escuelas cerradas, clases a distancia, modelos híbridos. ¿Qué tanto paliamos la situación o qué otro sólo se hizo un ejercicio inocuo? Es difícil saberlo ahora, pero sí es posible anticipar el tremendo rezago de una generación de estudiantes, por razones obvias. Más allá del alcance de las medidas, debemos considerar que fueron establecidas al calor de la emergencia. Además de los severos problemas de conectividad, redes y computadoras ineficientes e insuficientes en la mayoría de la población. Si cuando las medidas se establecen desde la normalidad los resultados dejan mucho que desear, particularmente en las regiones más pobres o dependientes del planeta, no podemos esperar que lo que se hizo tenga resultados ya no buenos, sino al menos suficientes para considerar que los aprendizajes se hayan o se estén concretando de buena manera.
Una de las explicaciones entre el desarrollo y el subdesarrollo, entre el estado de bienestar y la miseria, está en la educación. Solo una de las respuestas está ahí, pero es de vital importancia, pensar un poco en ello.
Si hasta ahora vemos legiones de desplazados de sus territorios de origen, por las condiciones políticas, económicas, de (in)seguridad o de violación a los más elementales derechos humanos, ¿qué podemos esperar, qué no estamos viendo ya ante la agudización de los problemas derivados de la pandemia?
Me aterra pensar en niños sin escuela, en jóvenes que deben abandonar sus estudios para acceder a un trabajo con salario y condiciones miserables para subsistir. Me indigna, por otra parte, ver una autoridad educativa sin una visión que vaya más allá de ordenar el regreso a clases presenciales, sin ponderaciones ni argumentos sustentados ni suficientes. Puede ser que, en efecto, el regreso a clases no incremente la curva de la infección y enfermedad, de forma significativa; de ser así ¿por qué, entonces, sus argumentos no van en ese sentido y apoyados por evidencias científicas o a partir de la experiencia de lo que ha ocurrido en otros países? Porque no lo saben, porque su ejército de asesores y funcionarios no tienen ni la visión ni la iniciativa necesarias: simplemente, ejecutan lo que les dicta la autoridad superior.
Del SNTE ni hablar: se han concretado a avalar las decisiones gubernamentales sin pensar nunca en las condiciones laborales y necesidades de los maestros. No se podía esperar otra cosa de ellos. La dirigencia actual llegó por la puerta trasera y ahí permanecen en la oscuridad más ignominiosa, servil y abyecta posible.
Sé, sin lugar a dudas de lo que se está perdiendo esa generación de estudiantes sin escuela. De los hermosos procesos de socialización que fortalecen, identifican y ayudan al desarrollo del crecimiento intelectual y emocional. Soy de los maestros que nos urge tener el contacto directo con nuestros estudiantes para establecer verdaderos sentidos pedagógicos, pero me preocupa la falta de claridad de la autoridad educativa. Además, habrá escuelas que tengan las condiciones mínimas pero suficientes para regresar, empezando por los sanitarios y el agua potable de manera permanente. No todas, por desgracia, están así. Una enorme cantidad de inmuebles educativos padecen esta situación. Pensemos en Iztapalapa, Tláhuac y muchas zonas de Azcapotzalco, Gustavo A Madero o Venustiano Carranza, por ejemplo. Eso sin pensar en las escuelas de las zonas rurales marginadas (que son muchas) al interior del país. Esos problemas de infraestructura y agua potable, no se resuelven con poner dispensadores de gel ni con la sana distancia o con el uso de cubre bocas. Son medidas necesarias, sí, pero insuficientes.
Ya el Politécnico y la UNAM dijeron desde hace un buen tiempo que regresarán en enero. Parece sensata la medida, y esperemos que, para entonces, haya una mayor cantidad de vacunados (pensar en un 100% es imposible, tanto por los que no creen en las vacunas, como por aquellos que, por diversas situaciones no lo hagan) que, tal vez sean el principio de una inmunidad más amplia. ¿Por qué no se siguieron esas directrices en otros subsistemas? ¿No, acaso, son las dos instituciones académicas del país que producen más investigación? Bien pudieron servir como ejemplo para otros subsistemas como la educación normal, por ejemplo.
Entiendo la necesidad imperiosa de abrir la economía, para detener la crisis. Entiendo que las escuelas son un motor más en ese sentido, que implica movilidad, circulación de dinero, regreso eventual a la normalidad. Pero también me queda claro que hay zonas donde es temerario e irresponsable haber regresado dadas sus condiciones de insalubridad, cultura e infraestructura sanitaria.
Lo real es que con las escuela de educación básica ya en modelo presencial (aunque, hay que decirlo, con la anuencia de los padres para asistir o no), los maestros se las están arreglando con gran responsabilidad, como siempre, para dar clases presenciales y, al mismo tiempo, conectarse con aquellos cuyos padres decidieron que sus hijos no regresaran. Una muestra más de responsabilidad y comportamiento a la altura de las circunstancias, de ese magisterio a quien no escucha la autoridad, desampara su sindicato y es golpeado por parte de la ‘opinocracia’ en los medios y en las redes. Los maestros y maestras mexicanas, hay que enfatizarlo, nunca dejaron de trabajar. Mi más profundo reconocimiento a ellas y ellos.
Siguen tiempos difíciles en los que sólo la organización y la propuesta de la base magisterial habrán de empujar los cambios profundos y no cosméticos que se requieren en la educación. De entrada, tenemos que tener la sensibilidad y la inteligencia para recuperar, poco a poco, lo que se ha perdido. Parece una tarea difícil, lo es. No hay que desesperar ni partir de esquemas que resulten anacrónicos e insuficientes en el contexto que estamos viviendo. No podemos caer en el cumplimiento burocrático de nuestra tarea, hay que ir más allá: la pandemia puede ser el eje o para establecer aprendizajes realmente significativos, vitales, en estos momentos. Los cientos de miles de niños y jóvenes deberán encontrar en la escuela el refugio afectivo y social en el que se encuentran los sentidos y se resignifican. Otro mundo habrá de emerger, independientemente de las medidas de la autoridad educativa. Si solo nos atenemos a sus disposiciones, poco podemos esperar. Si somos parte no solo ejecutante sino pensante y actuante, quizá podamos cambiar el lamentable estatus en el que nos encontramos. Resistamos, vigilemos, denunciemos. No puede estar la autoridad por encima de la razón la trayectoria y la figura de los maestros y maestras. Nuestros niños y jóvenes nos necesitan hoy más que nunca.