Los desafíos que nos imponen los tiempos actuales son enormes.
Uno de los más inquietantes tiene que ver con la gestión del planeta. Sabemos que la población mundial crece sin detenerse, tanto en número como en su demanda de recursos para satisfacer sus necesidades. Sin agregar ninguna otra consideración, resulta obvio la magnitud y dificultad del problema que enfrentamos.
Nadie discute la importancia que tiene la conservación de áreas naturales como seguro de vida para la salud ambiental del planeta. Cuando los biomas y ecosistemas se mantienen más o menos en equilibrio, se optimizan las posibilidades de acceder a los bienes y servicios ambientales. En ello se basa el desarrollo y la evolución de la humanidad y, desde luego, del resto de las especies.
Aunque nos cueste mirarnos al espejo de la naturaleza, ahí estamos observándonos con una mirada deslumbrada y subjetiva que nos coloca en un endeble pedestal estratosférico. Cuando en realidad, la imagen que reflejamos es la de una de las tantas especies que evolucionaron en la Tierra, gracias a sus capacidades de adaptación e imaginación.
Estamos inmersos en un desafío que nunca se detiene, porque de eso se trata la evolución. Entonces, los retos actuales que nos colocan en una posición de enorme incidencia sobre ellos (gracias a la ciencia, a la tecnología y a la determinación de los seres humanos), no nos deben distorsionar la visión ni afectar el criterio a la hora de tomar grandes decisiones: hacia dónde ir, qué priorizar, qué sacrificar y qué conservar.
Proteger “la naturaleza” no es un capricho defendido por algunos sino una estrategia de supervivencia para todos.
Nos asegura el mantenimiento de los servicios ambientales, o sea los procesos intrínsecos de los ecosistemas que sostienen la vida (depuración permanente del aire, del agua, control de la erosión y de que las especies se transformen en lo que denominamos “plagas”, equilibrios del comportamiento climático, etc.). Y, desde luego, nos permite acceder a los bienes ambientales, que no son otra cosa que la enorme cantidad de productos tangibles de la naturaleza, como el agua para beber, los peces, la madera, la tierra para cosechamos, etc.
Pero, en la práctica las cosas no resultan nada claras. Porque desde hace mucho tiempo las alarmas suenan por todos lados. Los pasivos ambientales se reproducen por doquier, sembrando de realidades negativas el paso de las actividades humanas. Calentamiento global, suelos degradados, océanos, ríos y lagos contaminados, deforestación sostenida, extinción de especies, polución son realidades cotidianas que ya casi no llaman la atención del público por acostumbramiento; lo cual lo hace más grave aún porque anestesia nuestra voluntad de acción.
Debemos repensar el concepto de conservación, comenzando por las áreas naturales a proteger. Porque ya vemos lo que sucede con la amazonia, con el Gran Chaco, con los acuerdos internacionales firmados. ¿Y los derechos de los pueblos originarios? Fracasos y más fracasos.
Lo antes posible hay que ponernos de acuerdo en qué dirección avanzar. La vida y la protección a ultranza de los servicios ambientales no pueden ser negociables. Todo lo demás se debe subordinar a ellos.
Columna publicada en el diario El País de Montevideo el 3/3/2021