Cómo no conmoverse con la historia de Iñaki y Nico Williams. Enmascarada tras la victoria futbolística se encuentra la hazaña de sus padres, tan épica como la deportiva, el fatigoso viaje de Félix y María, que como la pareja bíblica buscaban un lugar para que naciera la criatura que María llevaba en su vientre. Podían haberse rendido en el desierto o haber muerto ahogados en el mar, pero lograron llegar a una tierra en la que fueron acogidos, no ya por el país en sí, si- no por una de esas personas de gran cora- zón que se hacen cargo de los que nada tienen. Iñaki Williams, el recién nacido, tomó el nombre del cura que se ocupó de aquella familia procedente de Ghana. También Cáritas veló por ellos hasta que tuvieron la vida encauzada, una organización donde hay personas como mi amigo Pedro Ruiz Morcillo, que ha renunciado a la jubilación contemplativa para ocuparse de los últimos de los últimos, como él llama con su verbo cristiano a aquellos que el sistema expulsa. Cómo no conmoverse con la historia de Lamine Yamal, hijo del marroquí Mounir y de la guineana Sheila, que vinieron a España para labrarse un futuro y se instalaron en el barrio humilde de Rocafonda, ese 304 del distrito postal habitado en gran mayoría por inmigrantes que el chico marca con los dedos para celebrar un gol. Tanto Nico como Iñaki, como Lamine, son la muestra de unos hijos de la inmigración orgullosos del origen, de tal forma que hemos ido conociendo poco a poco a los padres, hermanos, a esa abuela de Lamine, Fátima, que fue la primera en emprender el viaje desde Tánger, la valiente Fátima que se lanzó a una nueva vida y fue trayéndose a sus hijos. Ojalá que ni el dinero, ni la fama ni todo ese engranaje de hinchas y directivos pueda borrar de estas mentes juveniles el camino que siguieron sus padres para alcanzar lo que a otros les es negado.
Hay que celebrar sin duda su éxito, pero me resisto a convertir una victoria deportiva en un símbolo patriótico. Entre otras cosas porque, como hemos visto en el espectáculo celebratorio de su hazaña, hay quien concibe la patria como un pa- trimonio excluyente. También hemos escuchado la idiotez suprema de hablar de diversidad nombrando a ghaneses, marroquíes, vascos, catalanes... En fin, ese no dejar nunca de ser los campeones del sufrimiento. Eso sí, con la mejor de las intenciones convertimos los alegres rostros de Nico y Lamine en símbolos del antirracismo, en el ejemplo más incuestionable de la defensa de la inmigración. Pero esa retórica es tramposa, porque pudiera parecer que la manera de frenar el impacto del racismo en el discurso público es justificando la entrada de inmigrantes como una manera de acoger a futuros deportistas de élite. Se diría que fiamos nuestro apoyo a que destaquen en algo que suele depender de unas condiciones naturales, a las que sin duda se añade el esfuerzo. Ese ha sido el campo que se les cedió a los negros americanos: el deporte, y también la música, aunque no haga mucho tiempo desde que se ha empezado a hablar de cómo se saqueó el talento negro a cambio de casi nada. Cuando vemos las imágenes del barrio de Lamine estamos contemplando muchas periferias de nuestras ciudades. Allí crecen los hijos de la inmigración, la mayoría destinados, en el mejor de los casos, a ser nuestra mano de obra. Lo sabemos muy bien. Sabemos también que ahogando los servicios públicos, sanidad, educación, les estamos forzando a soñar únicamente con hazañas deportivas, negándoles una futura condición de médicos, profesoras, científicas, políticos, abogados, gente de oficios. Es hora ya de defender una acción afirmativa. La presencia de los hijos o nietos de los inmigrantes es casi nula en cualquier representación pública, en la tele, en el mundo periodístico, en el cine. Ellos son la noticia y nosotros los que narramos sus vidas. Es hora de que lo cuenten con su propia voz. No todo va a ser marcar goles.
Publicado originalmente en El País, España, domingo 21 de julio, 2024.