Sentado en su cama en una ordenada habitación, un muchacho negro contempla la bandera de su equipo preferido, los Knicks de Nueva York. Lleva la camiseta de Kristaps Porzingis, un jugador letón fichado en 2015 por 6,5 millones de dólares anuales, que presta su voz a este anuncio de la Asociación Nacional de Baloncesto (NBA por sus siglas en inglés): “Siempre fue mi sueño, desde que era crío. Cogí el balón entre mis manos y nunca me volví atrás. A fin de cuentas, si trabajas duro, todo se vuelve posible, incluso para un jugador originario de un pequeño pueblo letón”.
A Estados Unidos le encantan las historias sociales edificantes. Y el baloncesto las fomenta. Un nigeriano, vendedor callejero “sin papeles” en Grecia –Giannis Antetokounmpo–, que aprende a jugar en 2007 y se convierte diez años más tarde en uno de los mejores jugadores de la liga. El deportista más pequeño del circuito –Isaiah Thomas, 1,75 metros– que se convierte en candidato al título de mejor jugador del año 2017. El hijo de una madre adolescente reubicado en una familia de acogida –LeBron James– que vuelve al estado donde nació y ofrece a la ciudad de Cleveland su primer título deportivo en cincuenta años, incluyendo todos los deportes...
Bienvenido a la liga profesional del baloncesto estadounidense, con sus treinta equipos o “franquicias” cuyo valor acumulado (36.300 millones de euros) supera hoy el producto interior bruto (PIB) de Malí, Senegal y Burkina Faso juntos. Gracias a la estrategia trazada por David Stern, comisario de la asociación entre 1984 y 2014, dirigida a la potenciación del estrellato de los jugadores y la exhibición de sus trayectorias sociales, el dinero afluyó a raudales: los ingresos anuales de las franquicias de la NBA pasaron de 150 millones de euros a principios de los años 1980 a 5.500 millones en 2016. Los nuevos contratos de difusión televisiva, fuente principal de esta avalancha de billetes verdes, han alcanzado la fabulosa cifra de 24.000 millones de dólares en nueve temporadas.
Vista e imitada en todas partes del globo, la liga exalta el sueño americano de la meritocracia. “Venid de cualquier parte”; “Aquí seréis juzgados por vuestros actos, no por vuestras creencias o vuestro aspecto”; “El balón debería rebotar para todo el mundo”, sueltan los anuncios del fabricante de material deportivo Nike, cuyos 110 000 millones de dólares de capitalización bursátil deben mucho al balón naranja. Pero ¿todavía es posible para un niño nacido en un barrio pobre acceder a la NBA?
En este día de marzo de 2017, Jimmy Butler, Dwyane Wade y Bobby Portis hacen pesas al otro lado de los cristales ahumados de la sala de entrenamiento de los Chicago Bulls. En el gimnasio resuenan las rabiosas rimas del rapero Tee Grizzley. Mientras el nuevo fichaje Cameron Payne se ejercita con triples (a más de siete metros de la canasta), pedimos hablar con Wade, la estrella de los Bulls, un jugador nacido en los barrios pobres del sur de Chicago y vuelto a su hogar como un héroe. “Imposible”, nos responde Kristen Deahl, responsable de relaciones con la prensa. Solicitamos entonces hacerlo con Butler, que proviene también de un entorno social desfavorecido. “Ya respondió en diciembre a un panel de reporteros internacionales. ¡Os enviaremos el archivo de Word!”. Tampoco tendremos acceso al francés Joffrey Lauvergne.
Hace algunos años, un estudio del International Review for the Sociology of Sport concluyó que el 66% de los jugadores negros y el 93% de sus compañeros blancos provenían de un entorno social solvente (1). En 2013, otra investigación venía a corroborar esta conclusión. “Los datos en cifras –escribe el estadístico Seth Stephens-Davidowitz– sugieren que el contexto socioeconómico en el que los futuros jugadores han crecido es mucho más determinante que el deseo de revancha social. Los jugadores negros en la NBAtienen un 30% menos de probabilidades de nacer de una madre soltera o adolescente que los demás afroamericanos” (2).
El investigador enumera las competencias no cognitivas cuyo buen desarrollo depende del contexto socioeconómico en que los jugadores han crecido: la perseverancia, la autorregulación, la confianza en uno mismo, pero también la altura, la destreza, la fuerza física o los reflejos. “Los niños pobres de la Norteamérica contemporánea tienen una nutrición muy por debajo del umbral mínimo, lo que por fuerza afecta a su crecimiento. Presentan unas tasas de mortalidad infantil superiores y menor peso de media en los nacimientos –prosigue el estadístico–. Los últimos estudios han demostrado que la pobreza en la Norteamérica contemporánea afecta igualmente a la estatura de sus habitantes”.
En 2016, un estudio publicado en la revista científica digital eLife confirmó en efecto que los estadounidenses crecían más a lo ancho que a lo largo: en cien años, el estadounidense medio se ha desplomado desde el tercer puesto al 37º de los habitantes más altos del planeta (1,70 metros en 1914 y 1,76 en 2016). Los estadounidenses son incluso, según este estudio, la población que menos crece desde hace un siglo debido al aumento de las desigualdades y la degradación de la alimentación (3). Ahora bien, aunque cada vez más “pequeños” jugadores brillan sobre las canchas, sobre todo a causa de la importancia creciente del triple en el juego moderno, el requisito supremo del baloncesto sigue siendo la estatura: “Cada pulgada [medida equivalente a 2,54 centímetros] adicional duplica las probabilidades de incorporarse a la NBA”.
En Indianápolis, los jugadores de los Pacers se hacen llamar, como todos los habitantes de este estado, los Hoosiers (4). La popular película de David Anspaugh Hoosiers, más que ídolos (1986) narraba la épica marcha hacia la victoria en el campeonato de Indiana de un equipo de instituto, un pequeño David blanco contra un Goliath negro. En el estadio de entrenamiento de los Pacers es necesario abrirse paso a codazos para entrevistar al jugador más cotizado de la franquicia, el flamante alero Paul George. “¿Un código postal? ¿Qué código postal? No se necesita un buen código postal para jugar al baloncesto”. Soltando una pequeña risa nerviosa, se recoloca contra la pared de anuncios a fin de dejar ver el logo de la Teachers Credit Union, un fondo de pensiones, situado cerca de los valores de los Pacers: puntualidad, lealtad, confianza, respeto, cooperación. “¿Obstáculos? No, no ha habido obstáculos en mi caso”. Un poco al margen del grupo, Kevin Séraphin, el pívot francés del equipo, no se muestra altivo pese a sus 2,06 metros. “Mi padre era carretillero y mi madre encargada de tienda. Nunca he sido pobre al nivel de la miseria, pero tampoco he sido rico. Los orígenes sociales no tienen nada que ver con esto. Basta con jugar duro y patear el culo de los compañeros durante los entrenamientos. Eso es todo”.
Nacido en la Guayana Francesa, Séraphin forma parte del contingente francés, el segundo más importante –tras los canadienses– entre los jugadores extranjeros de la NBA (en 2016, 113 jugadores de 450 eran extranjeros, un récord). La mayoría de sus diez compatriotas, ya sean Tony Parker, Nicolas Batum o Rudy Gobert, son hijos de deportistas de alto nivel. En 2016, uno de cada dos jugadores de la NBA tenía al menos un pariente deportista profesional (5) (frente a menos de uno de cada cinco en el fútbol americano). Este dato clave permite comprender los resortes de la “gran lotería genética”, según expresión de George Eddy, el comentarista del baloncesto estadounidense en la televisión francesa desde hace treinta años.
Sin embargo, a los millones de jóvenes estadounidenses que sueñan con el ascenso social a través del baloncesto y que no han nacido en esta aristocracia deportiva, no les basta con “trabajar duro”. Una visita a los barrios pobres de Chicago permite medir a la vez la intensidad y la futilidad de este sueño en Norteamérica.
Para llegar al gimnasio de los Stars, un equipo amateur, es necesario pasar por debajo de un puente metálico que corta la calle 83ª. “Nadie pasa por debajo de este puente –cuenta Terrence Hood–. Es la línea de demarcación entre dos territorios rivales”. Es el fundador y entrenador de un equipo que participa en el circuito de la Amateur Athletic Union (AAU), una liga de verano gestionada por los fabricantes de material deportivo en la que se enfrentan los mejores adolescentes del país, a menudo todavía alumnos de instituto. Nos recibe mostrándonos, apenado, una cancha de baloncesto con el suelo agrietado a la entrada del parque de Avalon: “Las canastas han sido retiradas de los tableros a fin de evitar reuniones propicias al crimen. De repente, los críos de aquí no tienen ningún sitio donde jugar”. Con 762 homicidios en 2016, frente a los 600 de Los Ángeles y Nueva York juntos, Chicago bate todos los récords de criminalidad. En este entorno, para muchos, lanzarse a una carrera deportiva es un modo de intentar la gran evasión.
Con sus pequeñas gafas, su fina barba y su amplio chándal, Hood –a quien todo el mundo llama “entrenador T.”– ha dedicado su vida al baloncesto, con el objetivo de “sustraer a los chicos de la violencia de las bandas”. Este verano, los Stars participarán en algunos de los doscientos campamentos organizados por Nike. Irán también a los de Adidas y Under Armour, así como a los torneos organizados por las marcas patrocinadoras de los jugadores profesionales. “Voy a llevaros a campamentos de verano porque es allí donde los scouts [reclutadores de universidades] pueden veros –espeta el entrenador a sus jugadores–. Nike y Adidas organizan torneos, ligas… ¿Queréis zapatillas gratis, camisetas gratis, calcetines, toda la ropa? Mola, ¡pero no seréis los únicos!”. Los jugadores de los Chicago Stars van a tener que jugar hábilmente y ahorrar: los campamentos son de pago, y hay que añadirles los gastos de viaje. Solo la inscripción del equipo cuesta 700 dólares. Un sacrificio para muchas familias, lo que lleva a Hood a organizar colectas puerta por puerta en el barrio.
¿Es necesario haber nacido con recursos suficientes para cumplir las exigencias de la vida de un deportista profesional? “Duele, pero pienso que sí –responde Hood–. El origen social lo determina todo. Y de todos modos, la mayoría de los buenos jugadores provenientes de los barrios pobres no tienen la mentalidad necesaria para triunfar. En el gueto, para salir adelante, debes ser egoísta y pensar a corto plazo. Ahora bien, sobrevivir en la NBA es una empresa a largo plazo. No tienen esa mentalidad”. El objetivo último de Hood es que se fijen en sus jugadores y se les ofrezca alguna beca universitaria. Para eso, deben descollar individualmente en la cancha, mostrarse combativos y… haber tenido buenas notas en el instituto (6). “Es esto lo que ha cambiado con respecto a mi época: ahora es necesario ser bueno en baloncesto y en los estudios. Tener malas notas puede cerrarte el camino a la hora de obtener una beca. Le pasó a mi hijo”.
Como escribía Earvin “Magic” Johnson, miembro del célebre dream team (7) de 1992, “las posibilidades de llegar a la NBA son ínfimas” (8). En 2016, alrededor del 0,01% de los cerca de 500.000 jugadores masculinos de instituto aterrizaron en la prestigiosa liga. “Entrenador T” se codea regularmente con estos felices millonarios del balón naranja, gracias a los campamentos en los que hace jugar a sus protegidos. “Quizá no todos vienen del gueto, pero algunos sí. Por otro lado, los Jabari Parker, los Antoine Walker ya no se atreven a volver por aquí. Corren verdadero peligro. La gente siente antipatía por su dinero. Saben que no hacen nada por el barrio” (9). Para él, “los jugadores de la NBA son marionetas. En cuanto actúan en la representación, siempre hay un tipo de la NBA detrás de ellos que les dice ‘vale, te pones estas o aquellas zapas’, que les hace tirar dos o tres veces a canasta con los chavales. Vienen solo a hacer ‘clic-clac’ al final cuando el campamento lleva sus nombres. Representan una marca, un negocio. Todo el mundo lo sabe”.
Cuando se creó en 1946, la NBA estaba vedada a los jugadores negros. En 2017, representan el 74% del elenco del campeonato. “Hay una escisión en este medio. El baloncesto universitario está asociado a los blancos, y el baloncesto de la NBA, a los negros. En un siglo, este deporte, inventado por los blancos, se ha convertido en un referente cultural muy importante de la minoría afroamericana –resume el investigador francés Yann Descamps, autor de la tesis “Am I black enough for you?” (La Sorbona, 2015)–. Paradójicamente, al hacerse con el poder en esta especialidad, la comunidad negra se ha vuelto a encontrar confinada en los arquetipos sociales impuestos por el discurso mediático: el gánster, el rapero y el baloncestista”.
Indiana es el corazón del baloncesto de los pioneros: blanco, cristiano y rural. Este deporte rudimentario fue inventado en 1891 por un profesor de gimnasia de la Universidad de Springfield (Massachusetts), en la Young Men’s Christian Association (YMCA). James Naismith buscaba una actividad física para sus estudiantes durante los rigurosos inviernos, entre las temporadas de fútbol y béisbol. El baloncesto era en sus inicios un deporte de interior en el que se lanzaban balones en canastas de pesca suspendidas a 3,05 metros de altura. Desde el nordeste de Estados Unidos, los misionarios de la YMCA exportaron este juego por todo el planeta. Con más de 450 millones de federados en 2013, es el deporte de equipo más jugado en el mundo tras el fútbol.
Marion, ciudad de 30.000 habitantes. Un centenar de iglesias, un centro desértico, apenas una decena de centros comerciales, una fábrica de General Motors. Las canastas o aros de baloncesto están por todas partes, en los postes de electricidad, las paredes de las gasolineras, en las esquinas de las calles, en los patios traseros de las casas. Dos prestigiosos equipos compiten aquí: los Giants, de instituto, en la palestra desde hace 112 años (ocho veces campeón de Indiana), y los Wildcats, universitario, dos veces coronado a nivel nacional desde 2013. El estadio de los Giants, con 8.000 localidades, es uno de los más grandes del país. “Ahí donde hay una fábrica de General Motors, hay un club de baloncesto”, resume Jim Brunner, con cuarenta y seis años de periodismo deportivo a sus espaldas como comentarista de los partidos locales.
“En el estadio de los Giants puedes ver al dirigente de una empresa multimillonaria sentado al lado de un trabajador que cobra diez dólares la hora. El baloncesto pulveriza todas las barreras sociales, ¿entiende lo que quiero decir?”. En el aparcamiento de la radio, su Ford Mustang, de color amarillo canario, ostenta el lema: “Make America great again” (“Hacer América grande de nuevo”). Al contrario que la mayoría de los jugadores de la NBA, muy hostiles al nuevo presidente, pero como Robert Knight, el exentrenador de los Hoosiers, que participaba en los mítines del candidato republicano, Brunner es un orgulloso votante de Trump. Este, de hecho, no ha escatimado esfuerzos para atraer a los habitantes de Indiana, multiplicando los mítines, denunciando las deslocalizaciones que golpean este estado industrial o incluso aupando a su gobernador, Mike Pince, al puesto de vicepresidente. “En la NBA, los jugadores son más bien demócratas, y los dirigentes y propietarios, más bien conservadores. Se trata de un fenómeno relacionado con la edad. Cuanto más joven, menos conservador se es. Me parece lógico –analiza Brunner–. Aquí, los empleos han desaparecido. Al principio de los años 1990, el instituto de Marion era el quinto más grande de Indiana. Hoy, se sitúa el 90º en número de alumnos. Hemos pasado de 3.000 a menos de 1.000 alumnos”.
En Marion, el equipo del que Brunner comenta cada partido, el de la Universidad Cristiana de Indiana Wesleyan (IWU), recuerda en varios aspectos, a escala reducida, las formaciones profesionales. Los Wildcats están financiados por generosos mecenas, entre ellos el multimillonario Walt Bettinger, patrono de la Charles Schwab, una sociedad de corretaje bursátil. En la cancha, encontramos a muchachos de buena familia, hijos de clases medias modestas, hijos de obreros, todos blancos. Con todo, en cada banquillo se atisba a un jugador negro: el primero viene de Sudán, uno de los países por los que la NBA apuesta para ir adentrándose en África; y el segundo, de Nigeria. Para crear la “química” necesaria para la victoria, los entrenadores de la IWU recorren entre temporadas las ligas de Indiana a la búsqueda de nuevos fichajes. “No hacemos estudios extremadamente amplios como los profesionales. Ellos llegan hasta a reunirse con las exnovias para conocer el auténtico temperamento del jugador”, chancea el entrenador adjunto Jeff Clarck. “Para nosotros, el baloncesto es un medio. Enseñamos a nuestros muchachos la teoría del ‘I am third’ [“Soy el tercero”]: Dios es el primero, el equipo es el segundo y el jugador va en tercera posición. Les decimos: ‘Si queréis ser los primeros, encontrad la manera de ser antes los terceros’. En la cancha, cinco tíos que juegan para sí mismos no se parecen en nada a cinco tíos que juegan para los demás”.
Asistimos a la misión de reclutamiento que Clark efectúa en Rensselaer, una pequeña ciudad de Indiana. La quiebra financiera de la Universidad Saint-Joseph, de 125 años de antigüedad, acaba de anunciarse. Acribillados a deudas, los donantes han dicho que no volverían a poner dinero en el bote. Así pues, el 24 de febrero de 2017 tuvo lugar el último partido de la historia de los Pumas, el equipo universitario, que no sobrevivirá a la desaparición de Saint-Joseph. El entrenador del IWU se ha fijado en su pívot (el jugador más alto del equipo). “Se llama Nick y mide 2,01 metros. Necesitamos personas altas, escasean cada vez más. Sabiendo que el equipo va a desaparecer, me pregunto con qué estado de ánimo va a jugar y, sobre todo, cómo se comporta dentro y fuera de la cancha”.
Esa tarde, todos, chicos y chicas de Saint-Joseph, han ganado su último partido. Los adolescentes con los ojos enrojecidos se han llevado imanes con el lema “Forever #PumasForLife” (“Para siempre #Pumas de por vida”), los espectadores veteranos que se sentaban desde hace décadas en el mismo asiento se han levantado por última vez y Clark ha saludado a Nick, el número 42, deseándole buena suerte. “Se implica realmente en el juego, pero está rodeado de jugadores que no lo hacen. Me pregunto cómo jugaría con nuestros chicos”. Un dato mortifica a Jeff: “Dice que mide 2,01 metros, pero me he puesto a su lado y no parece tan alto. Es muy posible que haya mentido sobre su altura. ¡Tres o cuatro centímetros más lo cambian todo en baloncesto!”.
Notas
(1) Joshua Kjerulf Dubrow y Jimi Adams, “Hoop inequalities: Race, class and family structure background and the odds of playing in the National Basketball Association”, International Review for the Sociology of Sport, vol. 47, n.° 1, Thousand Oaks (California), 2012.
(2) Seth Stephens-Davidowitz, “In the NBA, zip code matters”, The New York Times, 2 de noviembre de 2013.
(3) “A century of trends in adult human height”, 26 de julio de 2016, www.elifesciences.org.
(4) Término que significa a la vez “pequeñito” y “pueblerino”.
(5) Van Jensen y Alex Miller, “Why basketball runs in the family”, The Wall Street Journal, Nueva York, 13 de junio de 2016.
(6) En Estados Unidos, la proporción de first gens (primeros miembros de una familia en llegar a la universidad) en los equipos de primera división universitaria (la fábrica de jugadores de la NBA) cayó del 28% al 19% entre 2010 y 2015, según las cifras oficiales. “Men’s Basketball”, 10 de marzo de 2017, www.ncaa.org
(7) El dream team fue el equipo con mayor aprobación de la historia del deporte moderno. En 1992, agrupaba a todos los grandes jugadores de la NBA (Magic Johnson, Michael Jordan, Larry Bird, etc.), por primera vez reunidos bajo la camiseta del equipo estadounidense con motivo de los Juegos Olímpicos de Barcelona.
(8) Earvin “Magic” Johnson (con William Novak), My Life, Fawcett, Nueva York, 1993. A este respecto, cf. el documental de Steve James, Hoop Dreams (1994), KTCA Minneapolis Kartemquin Films.
(9) “En cuanto salimos, nos convertimos en presas” comentó Jermaine O’Neal, jugador de Indiana en 2007. Cf. Pascal Giberné, “La psychose des basketteurs de NBA, cibles d’agressions”, Le Monde, 7 de enero de 2008.
Publicado originalmente en LeMonde Diplomatique: https://mondiplo.com/el-reflejo-del-sueno-americano-en-el-baloncesto