Ningún futbolista consagrado había denunciado, sin pelos en la lengua a los amos del negocio del futbol.
Fue el deportista más famoso y más popular de todos los tiempos, quien rompió las lanzas en defensa de los jugadores que no eran famosos ni populares.
Este ídolo generoso y solidario había sido capaz de cometer, en apenas cinco minutos, los dos goles de toda la historia del futbol. Sus devotos lo veneraban por los dos. No solo era digno de la admiración el gol del artista, sino también, y quizás más, el gol del ladrón, que su mano robo.
Diego Armando Maradona fue adorado no solo por sus prodigiosos malabarismos. Sino también porque era un dios sucio, pecador, el más humano de todos los dioses.
Maradona se convirtió en una suerte de Dios sucio, el más humano de los dioses. Eso quizás explica la veneración universal que él conquistó, más que ningún otro jugador. Cualquiera podía reconocer en él una síntesis ambulante de debilidades humanas o al menos masculinas. Un Dios sucio que se nos parece: mujeriego, parlanchín, borrachín, tragón, irresponsable, mentiroso, fanfarrón
Pero los dioses no se jubilan, por muy humanos que sean. Él nunca pudo regresar a la anónima multitud de dónde venía. El estaba agobiado por el peso de su propio personaje. Tenía problemas en la columna vertebral, desde el lejano día en que la multitud había gritado su nombre por primera vez. Maradona llevaba una carga llamada Maradona, que le hacía crujir la espalda. No había demorado en darse cuenta de que era insoportable la responsabilidad de trabajar de dios en los estadios, pero desde el principio supo que era imposible dejar de hacerlo".
La estrella brillaba de un lado, y del otro no. Esa estrella de plata y de lata que fue Maradona.
La fama, que lo había salvado de la miseria, lo hizo prisionero