No cabe duda, estoy atado a los recuerdos. Durante la temporada en que estuve recluido a causa de la pandemia, llegaban con frecuencia remembranzas de otros tiempos, de otros ámbitos. Una tarde de ese aciago año, cansado de estar encerrado rompí el cerco y salí a visitar las calles de mi adolescencia. Primero me dirigí a la Unidad Independencia. A finales de los años sesenta, junto con mi novia recorrí sus espacios arbolados, sus andadores, bordeados de césped. En ese entonces acababan de construir ese complejo habitacional, así que lucía muy agradable. Anteriormente los terrenos sobre los que se construyó habían sido viveros. De tal manera que había una vegetación exuberante. En la explanada de esa unidad habitacional hay un teatro, diseñado por el arquitecto Alejandro Prieto y en su estructura destacan símbolos alusivos del México prehispánico realizados por el muralista Federico Cantú. Se inauguró el 20 de septiembre de 1960. Allí mi novia y yo disfrutamos de varias obras que montaba una compañía teatral amateur con excelentes actores. La entrada era gratuita. De las obras que recuerdo destacan Yo también hablo de la rosa, del maestro Emilio Carballido (a quien entrevisté a principios de los ochenta para la gaceta informativa de la Universidad Autónoma Metropolitana), y la clásica Don Juan Tenorio.
Otras ocasiones íbamos al cine Linterna Mágica. Allí disfrutamos las películas de Jerry Lewis (quien falleció recientemente) y obviamente las películas de Rocío Dúrcal, entre otros filmes. Después visité el barrio de Tizapán, cerca de san Ángel. Al hacerlo reviví escenas muy felices. Por sus calles también caminé con mi novia, pleno de felicidad. Tomado de su mano, cada paso me llevaba al paraíso, estaba inmensamente feliz a su lado. Ella era delgada y tenía una voz muy dulce, que aún resuena en mis oídos, pero lo que más me gustaba de ella eran sus manos. Caminaba muy erguida y altiva. Para revivir esos momentos quise recorrer las aceras que caminamos juntos. Sin embargo, ya no están más. Todo lo ha cambiado la modernidad. Las calles que recorríamos están totalmente transformadas, irreconocibles, producto de la voracidad inmobiliaria y la construcción de avenidas para los automovilistas. Las calles que conocí ya solo habitan en mi memoria. No obstante, a pesar de esos cambios aún está de pie el árbol en que mi novia se recargaba mientras platicábamos o la cubría de besos y caricias propias de la juventud. Recuerdo la dicha que sentía abrazar su menudo cuerpo y esconder mi rostro en su cabello perfumado. Evoco vivamente la ocasión en que ella llevaba un vestido de una sola pieza, era de una tela parecida a la seda. Mis manos resbalaban por su cintura, por sus caderas. Fuimos novios durante varios años. Ese idilio concluyó cuando se mudó a Zihuatanejo con su familia.