Mis años felices de escolapio
Escuela primaria Dr. Porfirio Parra.
Ahora que la variante Ómicron se ha instalado en nuestras vidas, me ha surgido el temor de contagiarme. He restringido mis salidas, lo cual me ha dado la oportunidad de recordar mis años de escolapio y otros aspectos de mis años mozos.
Cuando asistí a la escuela primaria, doctor Porfirio Parra, además de adquirir conocimientos, mis hermanos y yo fortalecíamos el espíritu y nuestra condición física. Me explico. La escuela estaba a poco más de cuatro kilómetros de donde vivíamos. Así que diariamente caminábamos más de ocho kilómetros durante el ciclo escolar. De ida, los primeros kilómetros los transitábamos por el barrio; los finales por una colonia solitaria, que solo se animaba a la entrada y a la salida de los alumnos, de los turnos matutino y vespertino. Un tiempo asistí a la escuela por la tarde. Mi madre me preparaba una torta de sopa de fideo o de plátano y cinco centavos para gastar. Después me pasaron al turno de la mañana con mis dos hermanos menores. Mi madre ya no nos ponía torta porque nos daban un desayuno que consistía en un cuarto de leche, un emparedado, un huevo cocido y un postre, que en ocasiones era un mazapán. Estos desayunos los daba el Instituto Nacional de Protección a la Infancia, antecedente del DIF. Como nos acostumbramos a desayunar diariamente, en las vacaciones íbamos muy temprano a las puertas de una organización de beneficencia que se llamaba Club 20-30, allí nos daban leche, una fruta y pan de dulce. En la colonia donde todavía está la escuela colonia vive gente rica; las calles están empedradas y las casas están cercadas por altos muros que esconden bonitos jardines. En mi época solo se veía pasar alguno que otro automóvil; este centro escolar está ubicado en el corazón de san Ángel, muy cerca de la plaza de san Jacinto y una iglesia dedicada al mismo santo. Yo la visitaba con frecuencia, no para asistir a algún oficio litúrgico, sino como atajo para llegar más rápido a un parque en el que jugábamos después de clases. Eso sí, nos persignábamos a toda prisa frente al altar para no perder segundos valiosos. En algunas ocasiones en ese mismo parque jugábamos mis hermanos y yo, mientras mi madre asistía a consulta en la clínica número ocho del IMSS.
En la colonia en donde estaba (está) la escuela primaria había varios callejones y terrenos baldíos. Esos sitios nos servían para escondernos de las autoridades escolares cuando teníamos que arreglar nuestras diferencias a puño limpio. Nunca anduve buscando pleitos. No sabía defenderme y mi constitución física no me ayudaba para practicar el pugilismo. Sin embargo, muchas veces no me quedó más remedio que solucionar a golpes los abusos de los compañeros mayores y no quedar como un vil cobarde. Uno de los sitios favoritos para las peleas era un terreno baldío situado en la calle Del Árbol. Brincábamos una barda y en su interior, rodeados por los compañeros, que alentaban a uno o a otro de los “púgiles”, nos agarrábamos a trompadas. En estas lides, debo decirlo, casi siempre me quitaban al rival de encima, no para librarlo de mis puños, sino para que los suyos no se maltrataran de tanto hacer diana en mi rostro. Mi cara quedaba maltrecha, pero mi orgullo ileso. En fecha reciente casi a diario pasaba por esa calle, que no obstante me trajo buenos recuerdos de mi infancia.
Calle del Árbol, en san Ángel.
A la vuelta de esa calle del Árbol estaba el cine Ideal, ahora es un gimnasio. En la sección llamada luneta cobraban un peso con veinte centavos. En gayola sesenta centavos. En la primera había butacas, en la segunda, filas de cemento, sin respaldo alguno, por lo que al término de las funciones uno salía con un dolor de espalda tremendo. Sábados y domingos había matinés. En cada función exhibían tres películas. No había dulcería, de tal manera que los vendedores caminaban entre los asientos gritando su mercancía: paletas, muéganos, palomitas, etc. En ese cine vi las películas de Tarzán, con el actor Johnny Weismüller, quien nació en Rumanía y era un excelente nadador; Flash Gordon, cuyas aventuras las pasaban por episodios; de las películas mexicanas vi El beisbolista fenómeno, con Resortes; El bolero de Raquel, con Tin Tan, películas con Enrique Guzmán y César Costa. Recuerdo que en una ocasión en la que estábamos viendo una película de Elvis Presley, se pararon a bailar algunos espectadores, quienes, según la moda de aquellos años, vestían jeans, chamarras de cuero y estaban peinados con un tremendo copete estilo el “Rey Criollo”. Entre ellos estaba un tío seis años mayor que yo. Los responsables del cine llamaron a los granaderos, quienes cargaron con los bailarines en las famosas “Julias” (patrullas). Yo fui quien le avisó a la mamá de mi tío que la policía había detenido a su hijo. No recuerdo muy bien qué sucedió después, solo supe que mi tío durmió una noche en la cárcel, y no precisamente bailando el rock.