Hace un par de semanas, me encontraba leyendo la edición 136 de la revista Pálido punto de luz, al ver el tema de esa edición supe que sería de un gran interés para mí. Pues la temática se centraba en el conocimiento científico y el pensamiento mágico, resaltando la dualidad que existe entre estos dos elementos para la explicación que el ser humano ha otorgado a la naturaleza y a la comprensión de la realidad.
Me causó interés, y pude relacionarlo rápidamente con un par de experiencias que hace poco había vivido. Soy estudiante de pedagogía del octavo semestre y me encuentro haciendo mi servicio social dentro de una escuela preparatoria en el Estado de México; como parte de mis funciones dentro de la institución se encuentra el impartir la asignatura de Metodología de la investigación social en el primer semestre.
Esto suponía uno de los mayores retos dentro de mi formación profesional, pues me acercaría de lleno a la realidad educativa. Una vez en mi ejercicio docente, identifiqué algunas características similares entre los chicos y chicas con quienes trabajaba.
En el proceso de la reflexión-acción, esa que tanto ayuda para mejorar la labor docente, identifiqué que quizá, mi curso de metodología no estaría enfocado en desarrollar un proyecto de investigación entre mis estudiantes. Preferiblemente centraría mis esfuerzos en que lograran entender qué es la ciencia, cuáles son sus características, sus dimensiones, la utilidad del pensamiento que las sociedades científicas ofrecen para resolver problemas sociales y naturales que a todos afectan, además de que lograran involucrarse e interesarse en la divulgación científica.
Sin embargo, mientras avanzaba el tiempo, fui notando que mis intenciones no eran recíprocas, pues los y las alumnas, no precisaban de mejor manera lo que intentaba comunicar. La participación era casi nula y no existían conocimientos previos que fueran significativos entre ellos.
Me preguntaba constantemente las razones por las cuales no podía establecer una comunicación activa entre ellos y yo, cómo podría promover la socialización de los conocimientos y la discusión entre los contenidos. Entonces entendí que ellos eran los menos responsables de los abismos intelectuales relacionados con la cultura científica, sólo es una consecuencia del contexto sociocultural dentro del cual están inmersos.
Y con este contexto, no me refiero a condiciones socioeconómicas desfavorables, ni a condiciones intelectuales o cognitivas. Hago énfasis en la cantidad de elementos que pueden afectar el interés y la enseñanza de las ciencias, sobre todo en un contexto en el cual, la implosión del espacio digital, esta presente de manera significativa entre los adolescentes, situando su atención y su tiempo en aspectos como los videojuegos, las redes sociales, la televisión, y la diversa gama de plataformas de streaming que hoy en día abundan en los contextos digitales. Generando así, una apatía hacia utilizar el pensamiento, relacionarlo con cosas productivas e interesantes, poco a poco estas prácticas dañan la curiosidad y el desarrollo intelectual de los jóvenes estudiantes del nivel medio superior.
Estos elementos aunados a la complejidad que para ellos supone acercarse al mundo de la ciencia, y a la ridiculización que a ésta se le atribuye dentro de la cultura popular; que considera al mundo científico sólo para privilegiados o para personas más peculiares y de excelencia. Escuchar las frases, “yo no sé”, “yo no lo puedo aprender”, “Ay profe, no me acuerdo ni qué comí ayer” o hasta la típica frase de “esto para qué me sirve”, ejemplifican la apatía del pensamiento y la falta de curiosidad de mis estudiantes hacia la ciencia.
Esto no es una crítica a los intereses colectivos de los jóvenes, es una crítica a la poca relevancia que la cultura popular mexicana muestra hacia la ciencia, la lectura, la curiosidad, el interés por resolver los problemas sociales e involucrarnos en ellos.
Me pregunto, ¿Cuántos libros habré leído a los 15 años de edad? Seguramente muy pocos, y en su mayoría por obligaciones académicas. Estoy casi seguro que no habré leído ninguno por motivaciones propias. Esto a los 15 años, misma edad de mis estudiantes en este momento, entonces, ¿con qué derecho podría reprocharles a ellos el no haberlo hecho?
La respuesta, seguramente, está en el poco acceso a la biblioteca, al laboratorio, o en el nulo interés por hacerlo. Hace algún tiempo, una estimada maestra me decía “que los grandes investigadores no se hacen en la Universidad, se hacen en el patio del jardín de niños”. Esta frase me ha acompañado en esta labor y en esta reflexión.
Hace poco me encontraba viendo el fragmento de una entrevista a Carl Sagan, donde mencionaba que generalmente los niños tienen una curiosidad innata que parte de una condición totalmente humana, y a menudo las personas adultas matamos esa curiosidad al decirles a los niños y niñas que no hagan tantas preguntas, que no pregunten cosas irrelevantes.
Enseñamos a nuestros niños y niñas que usar la mente es malo, es ridículo e innecesario porque las respuestas ya no se pueden cambiar. Por ello en edades avanzadas es aun más complicado que se interesen por dichos temas y aun más complejo que se involucren en las ciencias. Y si la educación y la enseñanza no están fomentando la cultura científica y el interés de las ciencias entre los alumnos y alumnas, ¡¿Para qué sirve?!