¿Solo sentimos el valor de lo que fue nuestro y dejamos escapar? ¿Todos nuestros paraísos son paraísos perdidos? La mayoría de nosotros no sabemos decir con exactitud en qué consiste la felicidad hasta que ya la sentimos vivida por completo. Cuántas veces la reconocemos al recordarla, pero sin haberla percibido con claridad mientras duraba. Cuando la memoria regresa al pasado, nos damos cuenta de que hemos dejado atrás, sin pararnos, casi sin verlos, los oasis más verdes. Por eso Fausto, el personaje de Goethe, vendía su alma al diablo a cambio de un momento del que poder decir: “¡Detente, instante, eres tan bello…!” No se trataba solo de felicidad, sino de la conciencia de esa felicidad mientras duraba.
Para corregir nuestros ataques transitorios de ceguera, Schopenhauer recomendaba fijarnos en lo que disfrutamos con la misma mirada con la que lo veríamos si alguien nos lo estuviera quitando. “Deberíamos pensar a menudo: ¿cómo sería si perdiera esto?”, escribió. Muchos siglos antes, los filósofos griegos afirmaron que la felicidad se puede aprender y entrenar, pues la entendían como esa forma de atención que atrapa y agudiza el placer del presente. Para alcanzarla, proponían un ejercicio parecido: suponer que no tienes nada, discurrir por orden de prioridad lo que querrías recibir y pensar cuántas cosas reclamas que son tuyas ya. Todo consiste en conocer lo que tenemos al menos con la misma precisión con la que sabemos lo que nos falta. Porque no basta con ser felices, hace falta darse cuenta de que lo somos: hay que reconocer la felicidad con facilidad.