Hoy la UAM ofrece a las y los trabajadores universitarios del país una lección muy importante. Primer acto (2018): el rector decreta que para renovar la planta académica se entregarán 25 mil pesos como pensión vitalicia, adicional al monto que da el Issste, a profesores y profesoras que se jubilen. Requisitos: tener la más alta categoría, más de 70 años y 30 de servicio. Segundo acto: a pocas horas del anuncio, decenas de académicos y académicas se registran, pero sólo se admite a los primeros 50 en entregar la solicitud. Tercer acto: hace cinco días, el rector reúne a los beneficiados y les anuncia el fin de la pensión vitalicia prometida, ofrece la entrega de un monto como finiquito y… adiós.
Así, la promesa vitalicia se redujo a tres años, disminuyó la pensión a la mitad y bajó a cero el valor del discurso que previamente les reconocía su trayectoria, dedicación y compromiso institucional (Acuerdo 2018/14: https://cutt.ly/KcMx1LA). El costo humano fue inmediato y en algunos casos catastrófico, como para la académica enferma de cáncer que no podrá ahora pagar sus medicinas. Pero también hay un costo institucional: el rector, que ya antes, frente a Palacio Nacional y rodeado de académicos eméritos y funcionarios aquiescentes había llamado el enemigo a los trabadores en huelga, debilita ahora su legitimidad y la de la institución frente a los académicos ilustres.
La cancelación de la pensión adicional tiene el efecto contraproducente para las autoridades de reforzar la convicción previa de que no conviene jubilarse dada la precariedad de la pensión (ahora en UMA) y, en contraste, los altos ingresos en la UAM. Para algunos, incluso servirá para un cambio de actitud: descartada la jubilación, queda no abandonarse, no rendirse y luchar por condiciones laborales que les permitan continuar trabajando. Es ahora claro para todos, los precarizados de siempre –académicos temporales, administrativos de los puestos más modestos– y los nuevos precarizados profesores, que es necesario luchar por un cambio en las condiciones en que trabajan y viven y mirar en forma más crítica qué enseñan, qué investigan y qué clase de cultura difunden. Sólo esa autocrítica podrá hacernos avanzar hacia una universidad abierta y solidaria con las necesidades de conocimiento de los grandes conjuntos de precarizados del país y no con las de las grandes empresas, entes privados, gobiernos corruptos y privatizadores, partidos políticos e iniciativas intrascendentes.
La lección que ofrece la UAM no está completa si no se piensa desde las estructuras de fondo que están generando este tipo de problemáticas y además una cultura de gobierno que enfatiza que la mejor manera de organizar una institución y las condiciones del trabajo universitario es a partir de un grupo selecto, sea junta directiva o de gobierno, de personas ilustres y de un rector(a) que toma decisiones unilateral y verticalmente. Un orden universitario en el que crear o no un programa de pensión adicional es una decisión que asume como propia el rector, aunque previa consulta con los rectores de unidad (Acuerdo cit. VI). Y nada se da a conocer ni se discute con los interesados y el sindicato, a pesar de que la jubilación-pensión es un tema evidentemente laboral.
Hasta ahora ni siquiera existe un comunicado oficial que explique cuáles fueron los elementos, incluyendo financieros, que llevaron entonces a implantarlo y, ahora, a cancelarlo.
Cambiar todo esto en las universidades no es fácil, requiere del concurso y la decidida voluntad de muchos actores, estudiantes, académicos y administrativos, sindicatos e incluso de autoridades que estén de acuerdo en marchar por esta ruta de transformación. Y también se requiere de gobiernos federal y estatales que además de no limitar la ampliación y los recursos de la universidad autónoma y pública, creen condiciones que hagan posible la transformación y ampliación del número de este tipo de instituciones.
La historia muestra que otra concepción del gobierno universitario es posible. En la UNAM, como aquí se ha dicho, desde hace 70 años se aplica la actual forma de gobierno de pocos. Y fue también en esa institución que mucho tiempo después, a propuesta de los estudiantes, surgió la idea de congreso universitario, la retomó el rector y la aprobó el Consejo Universitario. No avanzó en ese momento, pero puede verse como una señal muy clara de la creciente convicción de que algo tiene que cambiar profundamente. En la UNAM se impulsó una estructura de poder (y luego se copió en la UAM) que reflejaba lo que en 1945 un creyente, militar y presidente (Ávila Camacho) consideraba la mejor forma de gobernarla: una junta de gobierno y un rector como jefe nato. Ahora el trabajo universitario para impulsar y alimentar la búsqueda de democracia para el país necesita otra concepción de forma de gobierno.
Hugo Aboites es profesor-investigador de la UAM-Xochimilco