Estos terribles tiempos de pandemia han servido para reafirmar que la salud pública está por encima de otras consideraciones.
Cuando hablamos de “salud” nos referimos al concepto más amplio. El fallecimiento es el último de los escalones, pero existen otros previos que afectan seriamente la calidad de vida de las familias, y que deben tomar muy en cuenta.
La ciencia y la tecnología son herramientas extraordinarias para la consecución de los más nobles objetivos de prosperidad y felicidad de las personas. Desde luego, así ocurre si se utilizan correctamente, con inteligencia, justicia y equidad. De lo contrario, pueden transformarse en vehículos de miseria, daño y enfermedad.
Un buen ejemplo de ello son los agroquímicos utilizados para proteger la producción agrícola. El objetivo es muy loable. Evita que las plagas destruyan una parte significativa de los alimentos producidos en los campos.
Pero a medida que avanza el conocimiento también aprendemos que muchas de estas sustancias creadas con la mejor de las intenciones, terminan provocando efectos muy negativos para la salud de las personas y de los ecosistemas.
Cuando esto ocurre no resulta nada fácil lograr que las autoridades y organismos reguladores de la salud y de la agricultura enseguida tomen cartas en el asunto.
En la actualidad existe una larga lista de plaguicidas disponibles dentro de la cual se incluyen muchos de ellos identificados como altamente peligrosos para la salud. Y cada año crece la lista.
Lo que debería ser una práctica muy bien aceitada de actualización de las nóminas de productos autorizados, así como de los prohibidos, en los hechos constituye un engorroso mecanismo, lento y pesado, especialmente por la grandes intereses económicos que están en pugna.
Se sabe que una cosa es hablar de perjuicios provocados por las sustancias químicas y otra demostrarlos. Las pruebas científicas son difíciles de conseguir, pero, cuando se logran, comienza otra historia pues se activan toda clase de mecanismos legales e institucionales que generan un entramado denso de resolver.
El resultado es bien conocido, cientos de plaguicidas altamente peligrosos se siguen comercializando y aplicando en vastas regiones del planeta. En muchos casos el principal argumento esgrimido hasta ahora por sus justificadores es que ese es el precio a pagar para producir alimentos a gran escala.
Al igual que la Covid-19, estos peligrosos venenos son un serio problema que debemos solucionar entre todos, especialmente hallando mejores alternativas.
Los esfuerzos locales sirven pero no atacan el problema en sus bases. Necesitamos consensuar una acción mundial, ágil, transparente y basada en el mejor conocimiento científico disponible, que proteja la salud.
Así como hoy la ciencia demuestra que tal o cual vacuna son segura, eficaz y efectiva contra la Covid-19 -y se le da “luz verde” mundial-, lo mismo deberíamos lograr con el uso de plaguicidas y otros agroquímicos. Si son muy dañinos para la salud pública se debe prohibir su fabricación, distribución, transporte, venta y aplicación en todas partes del planeta.
Este gigantesco esfuerzo solo se alcanzará si la sociedad, los gobiernos y los organismos internacionales involucrados en la materia, lo acuerdan con madurez y responsabilidad.
Columna publicada en el diario El País de Montevideo el 7.4.2021