El 8 de septiembre de 2016 fue un día trágico. Ese día Enrique Peña Nieto, presidente del país, declaró glamoroso en un evento masivo que él era un consumidor cotidiano de la Coca Cola. Sus palabras fueron festejadas con aplausos y risas por los empresarios y funcionarios que le escuchaban, mientras 6.4 millones de ciudadanos padecían diabetes, siete de cada 10 sufrían de obesidad o sobrepeso, y el país encabezaba la obesidad infantil a escala mundial. Eran los tiempos de la desfachatez y del cinismo. Hoy esa fecha contrasta con otras dos. El 1º de octubre de 2020 se inició el etiquetado de los alimentos industrializados para prevenir a los consumidores, y el 31 de diciembre del mismo año se publicó el decreto presidencial que prohíbe la siembra del maíz transgénico y establece el retiro gradual del glifosato, el plaguicida más peligroso del mundo. Ambas medidas fueron cuestionadas por corporativos agroalimentarios, organizaciones de grandes productores y empresas de Estados Unidos, y defendidas de inmediato por unas 150 organizaciones campesinas, sociales, académicas y de investigación (https://cutt.ly/jvIrt3s). Ambas acciones provienen del Grupo Intersecretarial sobre Salud, Alimentación, Ambiente y Competitividad (Gisamac), integrado por cinco secretarías del gobierno actual y el Conacyt, que busca revertir las políticas neoliberales sobre esos temas (https://cutt.ly/BvIrkYZ).
En el fondo al Gisamac lo orienta, justifica y soporta una ciencia: la agroecología. La agroecología, que comenzó hace casi tres décadas como una simple innovación técnica alternativa a los sistemas industriales para producir sin vicios alimentos sanos, es hoy un poderoso movimiento social que agrupa millones de productores, redes de mercado justo y orgánico, consumidores responsables, científicos, artistas, chefs e intelectuales. Esto se ha hecho notable en los países de América Latina y especialmente en Cuba, Brasil y México. En torno a la agroecología se ha suscitado una explosión de proyectos, carreras, congresos, cursos, diplomados, mercados, organizaciones y publicaciones de todo tipo, y ha sido adoptada por movimientos emancipadores como Vía Campesina (200 millones), el Movimiento Sin Tierra de Brasil, el Movimiento Campesino a Campesino de Centroamérica y el Movimiento Plan de Ayala Siglo XXI de México.
La agroecología ha llegado al gobierno de la 4T. No todavía como una política de Estado, explícita y coherente, pero sí como un conjunto de acciones que avanzan y se van articulando y consolidando. Un recuento se observa en cinco campos. El primero es el programa Agricultura para el Bienestar, de la Sader, que llega a 2.8 millones de pequeños productores de granos, café, caña de azúcar, cacao, amaranto y miel, y cuyo programa técnico ha incorporado a más de 30 mil productores y donde se capacita a unos 7 mil jóvenes como técnicos agroecológicos. El segundo es Sembrando Vida, que ha llegado a 430 mil pequeños productores que levantan en un millón de hectáreas sistemas agroforestales (milpa con árboles intercalados), donde de nuevo los principios agroecológicos guían la acción de 17 mil 200 Comunidades de Aprendizaje Campesino (CAC) y donde los productores asistidos por 4 mil 300 técnicos y 51 mil 600 jóvenes becarios han levantado 13 mil 700 viveros comunitarios y crean cooperativas y redes de estas. El tercero es en el campo de la educación. Destaca el sistema de las universidades Benito Juárez donde al menos en la mitad de sus 140 planteles (con 28 mil estudiantes) se cursan las carreras de agricultura y sustentabilidad. En paralelo la agroecología se enseña en las Universidades Interculturales en sus carreras de desarrollo sustentable. También un diplomado para 800 estudiantes de las normales rurales del país ha integrado a la agroecología como tema clave. El cuarto se refiere a la ciencia y la tecnología. En este caso el Conacyt tiene a la soberanía alimentaria como un Programa Nacional Estratégico, preparó el expediente científico para el decreto del 31 de diciembre, e implementa seis proyectos para una labranza sin agrotóxicos, que incluye 200 becas. El último es el cultural, con el diseño y construcción del Museo Nacional del Maíz (Cencalli) en Chapultepec, que ilustrará a los mexicanos sobre la importancia cultural, histórica, nutricional, gastronómica y agroecológica de este alimento. Finalmente debe señalarse que a partir de un convenio entre la FAO y la Semarnat, un equipo selecto de investigadores diseña un plan estratégico de agroecología a escala nacional.
En conjunto, la consolidación de estas acciones situará al país a la vanguardia, recuperando la soberanía alimentaria, empoderando a las familias, comunidades y ejidos, relanzando la tradición agroecológica de las culturas mesoamericanas, y dando a los mexicanos alimentos sanos y nutritivos.