En La rosa púrpura de El Cairo, la genial película clásica de Woody Allen, el personaje del explorador Tom Baxter (Jeff Daniels) se sale de la pantalla de cine de la película homónima, para insertarse en la realidad de un pequeño poblado de Nueva Jersey y vivir una aventura romántica con la soñadora mesera Cecilia (Mia Farrow). Con ese gesto se rompe de manera radical la famosa cuarta pared que divide al público de los actores y vuelve a Baxter un personaje real en la vida de Cecilia. Y después, en otro agudo giro, durante la trama se vuelve a romper pero en sentido inverso, pues momentáneamente entran a la película tanto Baxter como Cecilia, con lo que ahora es la realidad del mundo la que pasa a formar parte de la realidad cinematográfica. De manera que ante la confusión imperante uno de los espectadores del cine donde ocurre todo afirma que los personajes de la ficción quieren pertenecer a la realidad, y que los de la realidad quieren pertenecer a la ficción.
Aparecida en 1985, hoy a cuatro décadas de distancia podemos apreciar cómo La rosa púrpura de El Cairo de alguna manera anticipó las marcadas transformaciones entre realidad y ficción, así como el virtual desmoronamiento de la cuarta pared, sólo que más que en términos cinematográficos, más bien en lo relativo a la vida privada y pública de cada cual. Pues a partir tanto de la inmensa relevancia cultural que adquirieron los reality shows como posteriormente con la ubicuidad de las redes sociales, la vida privada adquirió un carácter ampliamente producido (por no decir en buena medida ficticio), y una parte importante de la producción de la ficción cotidiana personal consiste justo en la ruptura de la cuarta pared, pues hay una conciencia permanente de estarse dirigiendo al público espectador, bien como parte de un espectáculo televisivo o, como sucede principalmente ahora, en constante comunicación con los seguidores de las redes sociales.
Con lo cual de alguna forma nos hemos convertido en Tom Baxters de nuestra propia película, pues así como el explorador se ve confrontado con divertidas situaciones donde se ponen de manifiesto los límites de la realidad cinematográfica versus los de la realidad real (como cuando quiere pagar una botella de champaña con dinero de utilería), se han difuminado también mucho los límites de lo que sería la vida privada que no se comparte en redes, con los de la vida privada vuelta pública, que adquiere con ello un carácter inevitablemente ficticio. De manera que así como los personajes de Woody Allen interpelan a los espectadores y se vuelven conscientes de estar representando una ficción, una parte creciente de nuestra cotidianeidad va dirigida a interpelar a esos otros anónimos pero muy presentes, que además mediante los diversos mecanismos de interacción pueden en efecto romper de vuelta la cuarta pared, justo como cuando Cecilia se mete al mundo de blanco y negro situado del otro lado de la pantalla.
Como buen clásico, La rosa púrpura… anticipó mecanismos y lecturas de épocas muy posteriores y es un divertido espejo para reflejar la difuminación de los distintos papeles que se desempeñan en las sociedades actuales. Donde por cierto y seguramente no por ninguna casualidad, los influencers cada vez adquieren un peso mayor, incluso a nivel político, un poco como si cuando Tom Baxter sale de la pantalla con su casco y shorts de safari todos los espectadores pretendieran emularlo, con la ilusión de replicar en sus propias vidas un poco de la ilusión de las de aquellos personajes admirados que se sitúan del otro lado del espejo.
Ciudad de México / 07.01.2025 02:17:03
https://www.milenio.com/opinion/eduardo-rabasa/intersticios/la-rosa-purpura-de-nuestra-vida