London Review of Books
Nota y traducción Gabriel Humberto García Ayala
Nota: Franz Fanon fue un revolucionario, psiquiatra, filósofo y escritor, de origen martiniqués, quien falleció a los 36 años. Su obra fue de gran influencia en los movimientos y pensadores revolucionarios de los años 60 y 70 del siglo pasado. Fanon apoyó la lucha argelina por la independencia y fue miembro del Frente de Liberación Nacional argelino. Sus trabajos inspiraron movimientos de liberación anticolonialistas durante más de cuatro décadas.
Y fue precisamente a mediados de los setenta, cuando cursaba la carrera de Ciencias de la Comunicación que leí, para hacer una tarea escolar, uno de sus trabajos: Piel negra, máscaras blancas. Era la época en que los estudiantes de la Facultad de Ciencias Políticas teníamos ideas románticas en contra de los colonialismos y a favor de la revolución. De tal manera que fue una revelación leer el libro antes citado. En su texto el escritor martiniqués señaló que un extranjero, en este caso un argelino, no por aprender la lengua francesa tenía garantizada su inclusión dentro del sistema económico, político y cultural de Francia. Al contrario, se enfrentaba a una pérdida de su propia cultura ancestral y a sufrir un sentido de inferioridad.
Ahora, muchos años después de su desaparición y en algunos aspectos la obsolescencia de sus pensamientos, ha resurgido en el panorama internacional debido a la publicación de una nueva biografía, que es analizada y comparada con una anterior.
Frantz Fanon es cosa del pasado. No es necesario invertir mucho tiempo para leer la historia de su vida –su infancia criolla en Martinica, su papel como voluntario para luchar por los franceses libres en la Segunda Guerra Mundial, su carrera en Lyon como arrogante y joven psiquiatra, el papel que desempeñó en la guerra de Argelia, los encuentros con Nkrumah y Lumumba, su muerte a los 36 años– para darse cuenta de que la suya es una voz que nos llega desde un mundo desaparecido. Tal vez sea más preciso decir “aniquilado”, pero la voz se abre paso hasta el presente. Su distancia respecto de nosotros –la forma en que su cadencia y su lógica parecen hacer caso omiso de la posibilidad de un futuro parecido al nuestro– es fascinante. Sus argumentos son en su mayoría refutados, sus certezas irrecuperables. El escritor está atrapado en una jaula dialéctica. Por eso lo leemos.
La prosa de Fanon desafía la traducción: hasta sus títulos son oscuros. Les Damnés de la terre no significa “Los condenados de la tierra”. En realidad, no. No, a menos que sepas lo que significa “la terre” y dónde encaja toda su fraseología en la historia de la lucha de clases.
Abrí mi ejemplar de Los condenados de la tierra al azar y me encontré leyendo a Fanon sobre la rebelión Mau Mau. Según él, se construyó a partir de “la gran oleada de jóvenes kenianos que llegaban de los bosques y el campo y no encontraban lugar en el mercado laboral”. Los jóvenes recurren primero al robo, al “libertinaje”, al alcohol, al vandalismo, a la transgresión como forma de vida. Después, a la rebelión.
La construcción de un lumpenproletariado es un fenómeno que procede con su propia lógica, y ni los mejores esfuerzos de los misioneros ni los dictados del Estado pueden detenerlo. El lumpenproletariado, como una manada de ratas al pie de un árbol, por mucho que las patees y las apedrees, sigue royendo la raíz.
El barrio de chabolas representa la decisión biológica del sujeto colonial por invadir la ciudadela enemiga a cualquier precio, por muy profundo que tengan que llegar los zapadores a la clandestinidad. Una vez que se establece un lumpenproletariado, una vez que amenaza la “seguridad” de la ciudad, significa una necrosis irreversible del poder colonial, una gangrena en su núcleo. Y entonces, cuando se les llama a la acción, los proxenetas, los desempleados, los matones, los pequeños delincuentes se lanzan a la lucha de liberación como otros tantos trabajadores: estos desobedientes, estos desclasados… encuentran su camino de regreso a la nación.
Se trata de un modismo desaparecido. (He traducido el pasaje de nuevo, tratando de aproximarme a su entretejido de jerga y poesía. Pero el inglés se atraganta con la mezcla.) Todos los sustantivos de Fanon nos avergüenzan: “nación” y “lógica” tal vez incluso más que “lumpenproletariado”. Sus metáforas son deslumbrantes e incorregibles, su psicología de la insubordinación ingenua. Los sociólogos desdeñan sus esperanzas para la clase baja. Los marxistas coinciden: su revisión de las jerarquías de clase es un escándalo. Y por todas estas razones su escritura escapa a su marco arcaico. En nuestro presente improbable, vagando por las ruinas del neoliberalismo –ciudades miseria ardientes, fronteras colapsadas, “crisis migratorias”, racismo redivivo, litorales anegados, genocidio con drones, violencia sexual sin cesar, guerra contra el terrorismo que se desplaza de un continente a otro, líderes (como siempre) compitiendo por ser el asesino o el charlatán en jefe– solo un lenguaje tan anticuado como el de Fanon servirá.
Aunque Fanon fuese un francés impecable, los franceses nunca estuvieron dispuestos a tomarlo en serio. Fanon era un antillano, un psiquiatra, que no un psicoanalista, un no filósofo esclavo de un existencialismo simplificado, un extranjero incapaz de simpatizar con el doble vínculo de la Argelia francesa (“Los textos de Fanon... son aterradores por su irresponsabilidad”, dijo Pierre Bourdieu en una entrevista. “Habría que ser un megalómano para pensar que se puede decir cualquier tontería semejante”). No es casualidad, entonces, que las dos mejores biografías de Fanon hayan sido escritas por un inglés y un estadounidense. Frantz Fanon: A Biography, de David Macey, se publicó en 2000: es el tipo de libro que siempre ha atraído (justificadamente) el epíteto de “magisterial”. Al relato de Macey se suma ahora The Rebel’s Clinic de Adam Shatz: un libro necesariamente más problemático, indeciso y dialógico, consciente en cada página de la presión de los demandantes del legado de Fanon a medida que pasan los años, absorbiendo y resistiendo a los diversos lectores, tratando de reconciliarlos, admitiendo la extrañeza y multiplicidad de la figura que dejan atrás.
Parece correcto que ambos biógrafos sean explícitos acerca de las circunstancias en las que “Fanon” –la imagen, los libros, la voz que arremete contra la miseria– se instaló por primera vez en sus vidas. Macey no recuerda exactamente cuándo leyó a Fanon por primera vez, pero sí sabe qué lo preparó para ser su lector: ver a una multitud de argelinos en la Île de la Cité en 1970, en busca de permisos de trabajo en la prefectura de policía, sistemáticamente rechazados y humillados. Los recuerdos de Shatz son menos inmediatos, más estadounidenses. Ve una foto de Fanon con su padre en la contraportada de Piel negra, máscaras blancas. Cara negra, chaqueta de tweed, corbata a rayas.
En 2002 viaja a Argelia para intentar comprender el caos y la venganza (islamistas en guerra con el Estado desde 1992, el ejército decidido a revertir la victoria de al-Jabhah al-Islāmiyah lil-Inqādh en las urnas, más de cien mil muertos en la guerra civil) que tan rápidamente se habían convertido en la verdad del poscolonialismo. En 2015, de vuelta en Argelia, Shatz vuelca su atención en Fanon: busca rastros del escritor, habla con amigos, escucha a nuevos discípulos. Intenta dos veces ir a Blida, la ciudad donde Fanon dirigía su clínica. En ambas ocasiones le niegan el visado. Los manifestantes vuelven a salir a la calle. Las diferencias entre la biografía de Macey y la de Shatz no son fáciles de resumir. Tal vez podríamos decir que para Macey, a finales del milenio, la idea de la revolución –de un Tercer Mundo que se libera, mediante un conflicto armado, del yugo del Primero– todavía estaba lo suficientemente cerca, lo suficientemente viva, como para constituir el hilo conductor de su historia. Sabía, por supuesto, que la revolución había fracasado al mismo tiempo que había triunfado. Sin embargo, la promesa que había ofrecido, de un mundo desprovisto de las formas más crueles de abyección y explotación, había sido real para muchos, y uno siente que Macey lucha todo el tiempo contra la sensación de que no fue más que una ilusión. La muerte de Fanon, por lo tanto, puede ser narrada como una tragedia. Es una caída que nos dice cosas –cosas indeseables y también maravillas– sobre la naturaleza de la aspiración original. La arrogancia y la duplicidad se entretejen con claridad y autosacrificio. Se nos recuerda que Stalin y Mao fueron contemporáneos de los insurgentes argelinos. Lenin era un texto sagrado. Entre sus camaradas, Fanon había admirado sobre todo a Abane Ramdane, el arquitecto del primer gobierno provisional de la insurgencia y táctico de su lucha armada.
Nunca sabremos con certeza hasta qué punto Fanon estaba al tanto de las luchas de poder dentro del FLN en ciernes (la familiar enemistad estructural entre un ejército guerrillero, con sus componentes de clase en libre circulación, su política aún en ciernes, y un “movimiento” atrincherado en Túnez, que se transformaba en un partido) o hasta qué punto era parte de ellas (Shatz es escrupuloso, tal vez un poco generoso, en el manejo de las pruebas). Pero está claro que Fanon sabía, en 1957, cómo había muerto Abane: lo habían atraído a una reunión con el rey de Marruecos, lo habían detenido en el camino sus rivales del FLN y lo habían estrangulado. Cuando el periódico de Fanon, meses después, describió a Abane como “muerto en el campo de honor” (cuando declaró que había sido herido en un tiroteo con los franceses y que había luchado por su vida a principios de 1958), fue una mentira necesaria.
Esto me lleva a un punto central y difícil en la escritura de Fanon: el capítulo inicial de Los condenados de la tierra. Sigue siendo una provocación que este capítulo, que habla del poder purgante de la violencia, preceda el libro, y parezca sugerir que todos sus análisis posteriores, menos “irresponsables”, sobre los límites de la acción espontánea, sobre las paradojas del nacionalismo, etc., no son nada sin él. No son sólo los patanes como Bourdieu los que fingen estar indignados al pasar las páginas. El capítulo es indignante: los verdaderos lectores (Hannah Arendt en primer lugar) se entristecen y se quedan desconcertados. La pregunta es si el caso que presenta es realista.
Empecemos por la conclusión de Fanon: la violencia no es simplemente una triste necesidad en la lucha por la liberación, sino que es en sí misma una forma de vida constructiva y catártica (la palabra que Fanon utiliza es “praxis”). La conclusión depende de varias premisas. En primer lugar, y fundamentalmente, está la visión de Fanon de la realidad oculta por la palabra inerte “descolonización”. Para nosotros, quienes miramos hacia atrás, la palabra parece indicar un cambio de propiedad del Estado. Pero Fanon creía que eso no es, o no fue, lo que ocurrió: puede o no ser una forma abreviada de describir el resultado final, pero ciertamente no del proceso en sí. Y el proceso fue lo que importó, lo que sacó al acontecimiento de la interminable ronda de “política por otros medios”. Importó porque nadie en su sano juicio (la mente del marxista y el sociólogo) pensó que podría o debería haber ocurrido. Después de todo, las revoluciones las hacen las “clases en ascenso”, en circunstancias de cambio, contradicción, reorganización del orden social. No las construyen los oprimidos sin esperanza. No surgen de la nada inmóvil. No pueden construirse desde el silencio, la amargura, la sumisión y la pasividad del campesinado, desde el fatalismo de los que no tienen historia, desde todas sus supersticiones y temores, su fijación en la propiedad, su religión de la tierra. Pero en Argelia sí lo fue. La violencia masiva derribó un imperio.
Las mentes sensatas nos recordarán sin duda que ninguna de las características campesinas que acabamos de enumerar desapareció en Argelia durante la década de lucha armada. Nos recordarán el baño de sangre de la década de 1990, el islamismo, el conservadurismo y la jacquerie (término francés que se refiere a las revueltas campesinas que ocurrieron en Francia durante la Edad Media, el Antiguo Régimen y la Revolución francesa. El término proviene de la Grande Jacquerie, una revuelta que tuvo lugar en 1358). Pero ¿cómo decidir si las complejas realidades resumidas o admitidas en esos tres términos no son armas necesarias en cualquier batalla del campesinado contra el Estado, que sobreviven –se intensifican, se vuelven más violentas– porque el enemigo, los “modernizadores”, están ahora decididos a luchar hasta el final? Esta pregunta ronda las páginas de Fanon y las de Shatz.
Otra forma de expresar la difícil originalidad de Fanon sería ésta: el movimiento esencial en Los condenados de la tierra es simplemente concebir la “descolonización” desde el punto de vista de los oprimidos. Es evidente que Fanon, como cualquier intelectual burgués, no va a ser capaz de ocupar ese punto de vista, o de sostenerlo. Dije “concebir”. Lo que había sucedido en Argelia a finales de los años cincuenta, en las montañas y en el campo, seguía siendo en muchos aspectos un misterio. Fanon admite que está llevando al límite sus conocimientos cuando trata de ello, construyendo su imagen de la revolución, en los lugares donde había sido crucial, a partir de pistas y especulaciones, obtenidas en parte de los testimonios de camaradas que regresaron del interior, en parte de su trabajo como psiquiatra. Pero en una cosa es claro. Los condenados de la tierra se habían levantado. La atmósfera de la sociedad campesina se había transformado durante un tiempo, y la transformación se había producido en el nivel de lo cotidiano, de lo “vivido”. Ese era, por lo tanto, el nivel en el que había que pensar en la revolución argelina. Fanon estaba muy lejos de ser un ingenuo. Sabía que las campañas de terror en ciudades clave habían sido cruciales para la supervivencia de la revolución, y que sin el ejército guerrillero de Abane, los franceses sin duda habrían recuperado el control del campo. Es consciente de que la “descolonización” se estaba produciendo (en su época) en el contexto de la Guerra Fría y de un capitalismo globalizador. Sabía que había resultado ser del interés del capital que los imperios se disolvieran en mercados, “alianzas estratégicas”, fuentes abiertas de mano de obra y materiales, cúmulos de consumidores. No esperaba que Argelia –y mucho menos Sudáfrica, Angola o el Congo– alcanzaran una independencia libre de las atenciones de los titiriteros. Fanon escribe extensamente, en Los condenados de la tierra y en otros lugares, sobre la construcción de la nacionalidad (“conciencia nacional”) que tuvo que comenzar una vez terminada la revolución: la reconstrucción de instituciones, la invención de otras nuevas, la lucha por perpetuar la participación de “las masas” una vez que los combates se habían calmado. (Lo que Fanon hubiera hecho con el esfuerzo, durante los dos o tres años inmediatamente posteriores a la independencia, de organizar varios sectores de la economía argelina, incluidos varios tipos de agricultura, en comités de autogestión y consejos de trabajadores, es algo que nunca sabremos. De manera similar, la supresión de dichos consejos a partir de 1965, una dimensión de la contrarrevolución que ha sido en gran medida olvidada.)
Pero ninguna de estas calificaciones y reconocimientos posteriores altera el mensaje de “Sobre la violencia” de Fanon. En el corazón de la revolución había habido un levantamiento campesino, vengativo y atroz. La respuesta del Estado francés –las cámaras de tortura, las aldeas fortificadas, los bombardeos, las ejecuciones en masa– fue, con su ofuscación e hipocresía, aún peor. Pero las comparaciones son inútiles aquí. Lo que importa es entender la función de la violencia –de hecho, de la venganza y la atrocidad– en momentos de crisis y desintegración. En una palabra, ¿la violencia hace a un “grupo social”?
Fanon dice que depende del grupo. Es un empirista. Creo que en esto se equivoca su primera intérprete y crítica seria, Hannah Arendt. Inevitablemente y con elocuencia, analiza su argumento en términos universales, como una descripción de un estado extremo del ser humano, una condición humana recurrente, y su efecto sobre la comprensión, el estar juntos. La violencia y la proximidad de la muerte van juntas, nos recuerda. (La palabra “muerte” es una rareza en las páginas de Fanon.) La muerte, afrontada individualmente, es la experiencia más antipolítica que existe. Nos devuelve a la individualidad absoluta. “Pero afrontada colectivamente y en acción, la muerte cambia de semblante; ahora nada parece más probable que intensifique nuestra vitalidad que su proximidad”. Experimentamos “la inmortalidad potencial del grupo”. “Es como si la vida misma, la vida inmortal de la especie, alimentada, por así decirlo, por la muerte sempiterna de sus miembros individuales, estuviera “brotando hacia arriba”, se actualizara en la práctica de la violencia.”
El relato de Fanon sobre la violencia no resulta inspirador; ése es su mensaje más duro. La violencia es algo completamente común, conocido de cabo a rabo por sus víctimas habituales, como la textura misma de su cotidianidad. Cuando toman esta banalidad en sus manos, no es para transfigurarla, sino para transfigurarla a ellas mismas. La cosa en sí es vil, pero es la única arma de que disponen. Es la única salida a su punto muerto psíquico: la inmensa estructura de miedos y falsos paliativos que ha naturalizado –sobrenaturalizado– su servilismo ante el amo. Fanon es despiadado en este tema: nadie ha ofrecido nunca un retrato más fulminante de la “sociedad tradicional” y del lado incapacitante de sus ideologías. El mal de ojo, los hombres leopardo, los zombis, los terrores nocturnos, las mil amenazas de la contaminación. La posesión por los espíritus. La danza como una pseudoliberación desesperanzada de la libido.
Al enredarme en esta red inextricable, donde cada acción se repite con una inevitabilidad cristalina, es la permanencia de mi mundo –nuestro mundo– lo que se afirma. Créanme, los zombis son más aterradores que los colonos. Y el problema, se desprende de ello, ya no es someterse al mundo de alambre de púas del colonialismo, sino pensar dos veces antes de orinar, escupir o aventurarse a salir después del anochecer.