Aprovechando la oscuridad de la madrugada, las unidades armadas se acercaron a las ciudades, se colaron por sus calles y sorprendieron a policías y habitantes, y al país y al mundo. De un día para otro del nuevo año 1994, el indígena Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) ocupó parte importante de Chiapas y declaró la guerra al gobierno mexicano. La reacción de éste fue instintiva, militar e inmediata: helicópteros, vehículos armados, encarnizados combates en Ocosingo, en las rutas y cuarteles y ejecuciones de indígenas capturados. No había todavía arraigado esta estrategia cuando ya masivas manifestaciones, sobre todo en la capital del país, demandaban el inmediato alto al fuego y exigían un diálogo en la catedral de San Cristóbal.
El gobierno cedió y la historia de un país tachonado de revueltas y de autoritarismo, pero también de esperanzas, y de la fuerza y determinación de los indígenas rebeldes lograron así evitar una guerra que se perfilaba prolongada y muy costosa en vidas y en la frustración de la capacidad del país de encontrar soluciones. Capitalizó el movimiento la fuerza de la importante rebelión armada y de la masiva sublevación electoral que apenas seis años antes (1988) había minado profundamente al régimen y que, abandonada por sus iniciales dirigentes, se conservaba intacta. Con esto, los actores del acuerdo de 1994 lograron fuerza y argumento y pudieron evitar un prolongado itinerario de sangre y enfrentamientos militares, como ya se estaban dando desde los años 60 en Guerrero y en las universidades del país.
Hoy, tres décadas después, la República ha aprendido, a pesar del intento saboteador de Zedillo y otro personaje todavía hoy en el gobierno de la 4T, que, en forma muy distinta y profunda a la neoliberal y fincado en su pluralidad, se puede construir un país y autonomías regionales. Espacios con otras formas de organización de la educación, de la economía y relaciones inversas (sic) entre gobierno y gobernados, un distinto ejercicio del poder.