Las piernas de Adelina
Las vacaciones escolares las pasaba con mis abuelos paternos. Me gustaba estar con ellos a pesar de que diariamente íbamos a la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, en san Ángel. Recuerdo que mis abuelos me pedían que le rezara a san Luis Gonzaga, el santo patrón de los estudiantes. En ese entonces no sabía si mis buenas calificaciones se debían a la intervención del santo o a los reglazos y coscorrones de los maestros. Aunque ahora, después de sesudas investigaciones, los “expertos” en la materia afirman que quienes obtienen excelentes notas, seguro fracasarán. Por lo menos en mi caso han tenido un poco de razón. Como la mayoría de los católicos, un vez que abandonaba la iglesia, en donde rezaba por la pureza y salvación de mi alma, no era un buen practicante de la religión. Nunca puse la otra mejilla cuando me dieron un golpe. Tampoco me liberé de las tentaciones: me enamoré perdidamente de una sobrina de mi maestra de quinto año, aunque al final del curso la olvidé por completo; pero antes, en cuarto año, cuando la maestra Adelina se inclinaba sobre el pupitre de algún compañero para corregir alguna tarea, reprenderlo o jalarlo de las patillas, quienes estábamos detrás de ella también nos agachábamos para verle las piernas, que no era más arriba de la parte posterior de las rodillas (hueco popítleo). En ese entonces estaba de moda una canción, que a la letra decía: “Qué lindas piernas que tiene Adelina, no son cortas, no son largas, no son gruesas no son finas”, que cantábamos en el recreo. Para nuestra fortuna nunca se dio cuenta de lo que hacíamos.
De prisa en la madrugada
A principio de los setenta, a las cinco y media de la mañana tomaba un autobús que se desplazaba por la avenida Insurgentes sur, con destino a la Villa. Así conocíamos anteriormente el sitio en donde se encuentra la basílica de Guadalupe. Yo bajaba en la calle Puebla. A partir de allí caminaba hasta la avenida Niños Héroes, en donde estaba ubicado el Hospital Francés, nosocomio en el que laboraba de siete de la mañana a dos de la tarde, de allí me iba a la Universidad, en donde tenía un horario de las 16:00 a las 22:00 horas. En el sanatorio trabajaba ya fuera en la farmacia o en Cirugía, como se conocía al sitio en donde se hacían las intervenciones quirúrgicas. Yo prefería trabajar en cirugía, como camillero. Cuando me tocaba en la farmacia me disgustaba llevar la ropa sucia a la lavandería, donde debía contarla pieza por pieza. Y de veras que estaba sucia con los fluidos de los cuerpos enfermos, que no describo aquí por respeto a mis posibles lectores. Me gustaba despachar medicamentos y anotar en una libreta los de manejo controlado, como el Demerol, por ejemplo, que es un opioide para aliviar el dolor.