Ante todo, Enrique Mandujano fue un maestro así, sin más florituras ni adjetivos. El testimonio de cientos de personas que lo recuerdan precisamente en esa faceta es prueba de ello, si es que se necesitara alguna.
Por eso, y recordando a mi tan añorado hermano Eugenio (quien murió hace pocos meses) quiero recordar a Enrique, el hombre rudo-tierno que tanto se dedicó a la enseñanza, porque como decía Eugenio, uno estará vivo mientras se le recuerde, y a Enrique se le recordará aún durante muchas décadas pues, de primera mano lo sé, se le está contando a niños muy pequeños, de cinco o seis años, anécdotas de la vida del que fuera profesor de muchos ahora padres jóvenes.
Le cuento a mi amigo, también profesor Armando Meixueiro algunas historias de Enrique y él, como yo, como muchos, se indigna del maltrato sufrido por un hombre quien, si bien cometió errores, también se le juzgó, condenó, se le cortó la vida, y jamás se le dio la oportunidad de recibir el perdón. Bien sé que a muchos les molestará esta opinión, pero creo —estoy seguro—que en este mundo sobran inquisiciones y falta justicia.
Enrique Mandujano, mentor de tantas generaciones de estudiantes de periodismo y comunicación tanto en el Colegio Libre de Hidalgo, como en la Carlos Septién y comunicadores de muchos estados de la República Mexicana, también, y aunque la institución a la que sirvió por tantos años lo olvide, no solo fue exalumno de la Escuela de Periodismo Carlos Septién García, sino que fue también su Director Académico y profesor. En las aulas, y fuera de ellas, inculcó a generaciones de alumnos no solo las normas de la buena redacción periodística, sino de la discusión ética y ontológica del quehacer del periodista, sus responsabilidades y alcances en una sociedad cambiante y convulsa.
Por supuesto, no era perfecto, pero su imperfección lo hacía humano y entrañable. Fue el peor modelo para usar trajes. A veces podía ser muy obcecado y sus opiniones políticas más que cuestionables; tal vez comía demasiado y alguna vez llevó su playera tipo polo (o “mandujana”, como algunos llegamos a decirles) con manchas del almuerzo. Cometió errores, algunos graves, dolorosos, pero supo sobrellevarlos y seguir adelante sin traicionar jamás su vocación de maestro, como lo constatan las decenas de mujeres y hombres que en este momento lo lloramos.
La discusión engrandece, y Mandujano lo sabía. También el disenso y la dialéctica lucha de contrarios. ¿Siempre estuve de acuerdo con él? Por supuesto que no, pero siempre pude reconocer en él, además de al amigo, a la persona seria y preparada preocupada porque la enseñanza del periodismo, su pasión principal, produjera personas dignas y socialmente útiles. Una mezcla de errores, manipulación y mezquindades no solo lo alejó de la escuela que lo formara, sino que lo marcó para siempre. Tal vez entienda el hecho, pero jamás la forma en que la institución a la que, repito, tanto le dio, lo trató.
Asentado todo esto, termino este muy mínimo homenaje contando que siempre me quedará el orgullo que cuando” la escuela” lo echó, y lo vi bajar solo por las escaleras. Lo alcancé y lo acompañé hasta la calle. Mi amigo no iba a salir solo por la proverbial puerta trasera, no lo merecía.