Como especie, tuvimos en los árboles nuestra primera casa y todavía hoy en ellos reconocemos una antigua morada. Quizá nuestro ímpetu inmobiliario debería trasladarse al cultivo de los jardines, donde las plantas crecen como rascacielos benignos que nos alegran la vista. Siempre suena un acorde apasionado cuando alguien dice: “Estos árboles los planté yo mismo”. Con la llegada de la primavera, el hortelano siente un empuje vital en su propio interior al ver hincharse las yemas. El jardinero adiestra su mirada en las mudanzas de las especies y en el retorno de las flores y de las estaciones, y así se vuelve paciente y leal. El paisaje cambia y nos cambia.
Wang Wei fue uno de los grandes poetas chinos del siglo VIII. En el jardín de su casa y alrededores pasaba sus ratos de ocio y descanso. Paseaba, meditaba y escribía poesía, acompañando a la naturaleza en sus tránsitos y sus renacimientos. Sus palabras nos llevan a un viaje interior que calma, a la manifestación luminosa de la vida: “En hileras separadas/ se suceden bellos árboles/ sus sombras invertidas/ traspasan las ondas claras”.
Virgilio era un poeta romano que conoció el desgarro de la guerra civil en su patria. Para curar esas heridas escribió sobre el campo y la sana belleza de los huertos. Estaba convencido de que hay una relación profunda entre los árboles y la paz, porque quien dedica mucho esfuerzo a proteger los frágiles brotes de sus plantíos, se vuelve enemigo de la destrucción. Para los dos poetas, los jardines eran los lugares donde, dejando atrás otros afanes, la mirada se posa y por fin reposa