No me gusta el cigarro. “No es posible…”, me han dicho. “¡Pero si tienes todo el perfil!” Puede ser, les aclaro, pero es que a mí nunca me lo prohibieron. Sin las sabrosas mieles del tabú, la osadía adolescente no parecía tal, ni se veía venir la recompensa. Y ya después nunca me dio la gana, ni hasta la fecha entiendo el supuesto placer del tabaquismo. “¿Te molesta si fumo?”, me preguntan entonces, y la verdad es que me da lo mismo. En todo caso se me ocurre pensar en ganglios y sarcomas, pero cierro la boca porque al fin es un tema que no me incumbe más que sus presuntos hábitos higiénicos. ¿O es que yo aceptaría que esa u otra persona quisiera limitar mis hábitos y gustos de acuerdo a sus mejores intenciones, o sea “por mi bien”? Sólo eso me faltaba: regresar al pupitre.
Enseñarse a fumar es cometer una temeridad, ya sea porque implica un desafío social, una apuesta insensata contra la salud o, por qué no, la reivindicación de tu libre albedrío. Fumar se considera una debilidad, y no obstante es muy útil para ostentar la propia independencia. “¿Y qué si me hace daño?”, respinga el fumador, como el adulto que es. Es decir: ¿Y a ti qué? ¿Quién ha osado poner sobre tus hombros la encomienda querúbica de velar por mis buenas costumbres? ¿No tienes otra cosa mejor que hacer? Porque la gente, al fin, se hace daño de infinitas maneras, y cada uno sabe hasta dónde puede o debe permitírselo. Cuando un imberbe fuma, lo hace para decirnos que al fin es gente grande y ya se manda solo.
“De algo me tengo que morir”, se defendía mi abuela, aferrada a su eterna cajetilla de cigarros Del Prado, y aunque tal vez no fuera lo que se dice una razón de peso, le bastaba para pintar su raya frente a la intromisión de sus seres queridos. Y si los ruegos, las buenas razones o la abierta extorsión sentimental de una madre o un hijo no suelen alcanzar para apagar el humo del chacuaco ambulante, hay que ver el ridículo que sigue a los sermones de los entrometidos. Da pena el espectáculo de las buenas conciencias buscando relegar, ocultar y estigmatizar a los fumadores, cual si su vaporoso regocijo fuese una suerte de pecado social por el que deberían vivir avergonzados. No por sorpresa entonces se apersona el Estado, en su papel de buen samaritano.
Ahora bien, aquello que entre meros particulares no pasaría de ser una insolencia, en manos del Estado se convierte en pulsión totalitaria. Pues si, como su mero nombre nos lo indica y la Historia se esmera en constatarlo, el totalitarismo tiene que ver con la intromisión plena y compulsiva del que Paz llamara ogro filantrópico en la vida privada de los individuos, una ley que prohibe fumar aun en calles, plazas, parques o hasta playas, y para colmo obliga al comerciante a vender los cigarros a escondidas, no sólo es mojigata, vergonzante y absurda, sino asimismo autoritaria, vejatoria y opresiva. Si a ojos del poder fumar es muy mal visto, bien haría en mirar para otro lado (teniendo, sobre todo, tantas urgencias desatendidas). ¿Quién ha dado al Estado el papel de ortopedista moral de los ciudadanos? ¿Resulta ahora que los uniformados son responsables de mi conducta ejemplar? ¿He de pedir permiso o esconderme para darme otras formas de placer, como un adolescente puñetero?
El totalitarismo es como la humedad: entra por donde puede y siempre que puede. Con el pretexto lángara del bien común, se empeña en extender su potestad incluso a nuestros actos más personales, y eventualmente a nuestra misma lógica. Porque siempre es más fácil ser pequeño y dejar que los grandes decidan por ti. Lo repito: no fumo, pero tampoco soy menor de edad. Guárdense sus consejos y castigos y aplíquense a lo estrictamente suyo, que en nuestro fuero interno ustedes no son nadie.
Milenio, sábado 21 de enero 2023, Ciudad de México / 01:33:19