Terminas una carrera universitaria. Tras muy largo años, cumples con todos los créditos, pasaste todas las materias, realizaste todas las prácticas. Incluso, cumpliste tus rigurosas 480 horas de servicio social y, en muchos casos, realizaste las dudosas (y sostengo que poco legales) “prácticas profesionales”. Te dan tu certificado terminal de estudios con el nombre la licenciatura cursada; en algunas universidades, incluso te dan una carta de pasante. Fuiste a la fiesta de graduación, tu familia lloró y te sentiste “de otro nivel”.
Pero aún no eres licenciado.
Y aún falta mucho para que lo seas.
En la gran mayoría de las instituciones educativas de este país, para obtener tu título tendrás que realizar una tesis, o trabajo similar, y sustentar un examen profesional. O sea, es como si la universidad (o la Secretaría de Educación Pública o el universo) dudara de que estudiaste y tuvieras que demostrarlo.
En nuestro país (y tal vez en otros, no lo sé), titularse es una prueba de fe y constancia sin sentido, que en muchísimas profesiones lesiona el desarrollo laboral de las personas que egresan.
La tesis profesional es inútil, pues no genera conocimiento y en la gran mayoría de los casos se convierte en una carga de archivo para bibliotecas donde languidecen por décadas sin que nadie las consulte.
La tesis profesional fortalece las situaciones de privilegio ya que es mucho más fácil hacerla si no tienes que trabajar al terminar (o durante los últimos años) de tu carrera profesional.
La tesis profesional es frustrante. Sirve, eso sí, para que muchos docentes acumulen puntos y méritos, que se traducen en dinero, en muchas universidades, sobre todo públicas, con las asesorías. También sirve para que profesores resentidos ejerzan poder sobre los estudiantes bajo la insostenible y lamentable premisa de “si a mí me costó, que a los demás les cueste más o igual”.