El domingo pasado quedó claro que en Brasil se está produciendo un golpe de Estado. Se trata de un nuevo tipo de golpe cuyo curso tal vez no se vea afectado sustancialmente por el resultado de las elecciones. Por cierto, con la difícil victoria de Lula da Silva su ritmo será ciertamente afectado. Se trata de un golpe que comenzó a ponerse en marcha en 2014 con la impugnación de los resultados de las elecciones presidenciales ganadas por Dilma Rousseff; continuó con el impeachment de la presidenta Rousseff en 2016; y con el encarcelamiento ilegal del ex presidente Lula, en 2018, para impedirle presentarse a las elecciones que ganó el presidente Bolsonaro, principal beneficiario del golpe en su fase actual. Con la elección de Bolsonaro terminó la primera fase del golpe y comenzó una segunda. Al igual que Adolf Hitler en 1932, Bolsonaro dejó claro desde el primer momento que había utilizado la democracia exclusivamente para llegar al poder y que, una vez conseguido este objetivo, ejercería el poder con el objetivo exclusivo de destruirla. En esta segunda fase, el golpe tomó la forma de un lento vaciamiento de la institucionalidad democrática y de la cultura política, cuyos principales componentes fueron los siguientes.
En el ámbito de la institucionalidad: la explotación de todas las debilidades del sistema político brasileño, en particular del Poder Legislativo, profundizando la mercantilización de la política, la compra y venta de votos de los representantes del pueblo en el periodo entre elecciones y la compra y venta de votos de los electores durante los periodos electorales; la complicidad del Poder Judicial conservador, incapaz de imaginar la igualdad de los ciudadanos ante la ley y acostumbrado a convivir tanto con el imperio de la ley como con el imperio de la ilegalidad, según los intereses en juego; la captura de las fuerzas armadas a través de la distribución masiva de cargos ministeriales y administrativos.
En el ámbito de la cultura política democrática: la apología de la dictadura y sus métodos represivos, incluida la tortura; el uso masivo de las redes sociales para difundir fake news y promover la cultura del odio y una ideología del bienestar vaciada de cualquier contenido que no sea el del malestar o el sufrimiento infligido al otro construido como enemigo; la capilarización en el seno del tejido social del imperialismo religioso conservador estadunidense (evangelismo neopentecostal) vigente desde 1969 como política contrainsurgente preferente.
Esta fase concluyó al final de la primera vuelta de las elecciones presidenciales el pasado 2 de octubre. A partir de entonces, entró en una nueva fase basada en un ataque frontal al núcleo duro de la democracia liberal, al proceso electoral y a las instituciones encargadas de garantizar su normal desarrollo. Esta fase es cualitativamente nueva debido a dos factores.
En primer lugar, se ha puesto de manifiesto la internacionalización del ataque a la democracia brasileña a través de organizaciones globales de extrema derecha originadas y financiadas por la plutocracia estadunidense. Brasil se ha convertido en el laboratorio de la extrema derecha mundial donde se pone a prueba la vitalidad del proyecto fascista global en el que el neoliberalismo se juega un nuevo (¿último?) aliento. El objetivo principal es la elección de Donald Trump en 2024. Informaciones fiables nos dicen que las empresas de desinformación y manipulación electoral vinculadas al notorio fascista Steve Bannon se instalaron en dos pisos de una de las principales calles de Sao Paulo desde donde dirigían las operaciones.
En esta fase electoral, las dos estrategias principales fueron las siguientes. La primera fue la intimidación para evitar el voto equivocado y los beneficios a cambio del voto correcto ofrecidos por la clase empresarial baja y los políticos locales. La segunda, utilizada durante mucho tiempo por las fuerzas conservadoras de EU bajo el nombre de vote supression. La supresión del voto consiste en un conjunto de medidas excepcionales, siempre bajo el barniz de la normalidad legal, destinadas a impedir que los grupos sociales más proclives a votar al candidato opuesto a los golpistas ejercieran su derecho al voto: bloqueos de carreteras, exceso de celo en el control de los vehículos que transportaban a los potenciales votantes, intimidación para provocar el abandono, suspensión del transporte gratuito decretado por la ley electoral para promover el ejercicio del derecho al voto de los más pobres.
¿Y ahora qué, Brasil? La democracia brasileña ha sobrevivido a esta nueva fase del golpe de Estado en curso. A ello contribuyó la notable e intrépida implicación de los demócratas brasileños, que vieron en su voto la prueba de una vida mínimamente digna, la afirmación de su autoestima en términos de civilización y el principio activo de la energía democrática para los difíciles tiempos que se avecinan. También contribuyó la firmeza de las instituciones de justicia electoral, en medio de presiones, desautorizaciones e intimidaciones de todo tipo. Pero sería una locura irresponsable pensar que el proceso golpista ha terminado. No ha terminado y entrará en una nueva fase porque las condiciones y las fuerzas nacionales e internacionales que lo reclaman desde 2014 siguen vigentes y no han hecho más que reforzarse en estos últimos años.
El golpe de Estado continuado entrará en una nueva fase. En lo inmediato, será probablemente la impugnación de los resultados electorales para compensar el fracaso de los golpistas en conseguir los resultados que querían con sus múltiples fraudes. Después, el golpe adoptará otras formas, a veces más subterráneas, con la utilización del crimen organizado para intimidar a las fuerzas democráticas, y a veces más institucionales, con la movilización artera del Poder Legislativo para crear una situación de ingobernabilidad permanente, es decir, con la amenaza de destitución del gobierno elegido y de las altas esferas del sistema judicial.
Aunque el objetivo de los golpistas a medio plazo es impedir que el presidente Lula complete su mandato, el proceso golpista continuará y sólo será verdaderamente neutralizado cuando los demócratas brasileños se den cuenta de que la vulnerabilidad de la democracia es en gran medida autoinfligida, por la arrogancia en pretender ser la única condición para la legitimidad del poder en lugar de asumir que su legitimidad estará siempre al borde del colapso en una sociedad socioeconómica, histórica, racial y sexualmente muy injusta.
Traducción: Bryan Vargas Reyes+