La tristeza de los cementerios es, claro, nuestra tristeza, porque todos tenemos afectos enterrados en alguno de ellos. Pero son lugares donde el ser humano ha hecho grandes esfuerzos por derrotar a la pena. “Cementerio” es una palabra griega que significa “dormitorio” y revela que nuestros antepasados querían ver en las tumbas las camas donde están tumbados los muertos.
En la Antigüedad las decoraban muchas veces pinturas de brillantes colores, escenas de la vida que parecen decir que nada fue en vano, que los difuntos supieron disfrutar su tiempo, que se marcharon cargados de luminosos recuerdos. En la cubierta de un sarcófago etrusco, por ejemplo, reposan las figuras de un hombre y una mujer que llevan 2 mil 300 años cálidamente abrazados. Y en la que quizá sea una de las imágenes más bellas para despedir a un ser querido, una pintura funeraria de hace casi 2 mil 500 años representa una silueta de color rojizo que se lanza al agua desde un trampolín.
El saltador está captado en el instante en que, ya sin vuelta atrás, se curva en el aire con las manos unidas para abrirse paso en las ondas de un lago plácido rodeado de tamariscos. La figura expresa acción y también calma. Cuando el joven caiga del todo, sentirá un escalofrío, habrá una explosión apagada del agua, la superficie se cerrará sobre él y ya no será visible. Pero no hay tensión ni miedo en la postura del cuerpo desnudo del hombre. Aquí el pintor ha plasmado la muerte y, al mismo tiempo, ha dado alas a la esperanza que tienen los vivos de que morir sea nada más que un breve salto y una tranquila zambullida.