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Jueves, Mayo 02, 2024

El país se encuentra ante una situación de posicionamiento político que se sitúa en dos extremos: por una parte, están quienes consideran el actual estatus como la culminación de un empuje democrático por derribar la inercia de los gobiernos emanados de la revolución y otros que ven en el actual régimen político un peligro para las libertades.

Habría que decir, no obstante, que muchas de esas posiciones se yerguen sobre lugares comunes más que sobre una ideología sustentada y libre de prejuicios. Es común ver la piel sensible de unos y otros, sin aceptar o conceder el menor beneficio en el lado opuesto.

La construcción de un estado democrático en México debería recibir con beneplácito que existan diferencias necesarias para el encuentro, contraposición, dialéctica social e intelectual, libre debate de ideas y propuestas; el problema radica en la cerrazón que hace ver un mundo en blanco y negro, sin matices, también importantes para la edificación de una sociedad donde política signifique un marco común en el que quepan todas las voces. Un país tolerante, abierto y con instituciones sólidas que garanticen que las diversas posiciones e ideas sean respetadas.

Tantos años al amparo de los gobiernos priistas pareciera que dejaron resabios culturales importantes que nos impiden o, al menos, complican el arribo a la convivencia política erigida desde la razón, los argumentos y el aprecio a las voces diferentes como plataforma para la síntesis de una verdadera democracia.

Desde los inicios de la vida independiente, no hemos logrado establecer un país justo, en el que la libertad no sea una proclama política e incluso constitucional sino el horizonte equitativo en el que todos los grupos, etnias, géneros y demás puedan desplegar efectivamente sus posibilidades. No es lo mismo ser libre cuando se nace en un campo olvidado y saqueado durante siglos, sin cambios sustantivos para los dueños originarios de las tierras, que cuando se forma parte de las oligarquías centenarias, revolucionarias o empresariales. Y no, no se trata de polarizar sino de entender que mientras no se implementen políticas públicas efectivas y transexenales que modifiquen de raíz la situación, la democracia solo seguirá, en los hechos, siendo el sufragio ciudadano de cada seis años.

Construir el espacio democrático ha sido una lucha de larga data; para referirnos a los tiempos recientes, cabría recordar las luchas de los ferrocarrileros, médicos y maestros, así como la insurgencia estudiantil de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado. Más recientemente, la sacudida al régimen de 1988, el cambio de partido gobernante en el año 2000 y el movimiento social que llevó al poder al gobierno actual en 2018, con resultados y movimientos cuestionados en 2006 y 2012.

La rabia contenida de grandes sectores de la población arrojó una votación inédita de más treinta millones de votos en favor del cambio. Eso, me parece, es lo más importante del cambio de estafeta: la insurgencia ciudadana de sectores de las clases medias y bajas de la sociedad que vio en la movilización y el apego a un liderazgo político la culminación de sus luchas. ¿Realmente ese cambio de estafeta representa el inicio de una nueva sociedad, de un nuevo país, justo, libre y democrático? La mitad del país dice que sí, la otra mitad dice que no, que es peligrosa la concentración del poder. Eso, sin muchos argumentos, de una y otra parte, es lo que está en el debate, en la lucha ciudadana, en la disputa por las calles y las plazas. ¿Eso resolverá los problemas añejos, aún presentes, que hay que resolver? Algunos dicen que sí, que hay que dar tiempo para que la transformación opere y se exprese en hechos irrefutables y palpables. Otros dicen que es la vuelta a los estados paternalistas de las políticas nacionalistas de Luis Echeverría, particularmente. que ponen en riesgo las libertades democráticas.

La democracia es un anhelo de las sociedades modernas. Churchil decía (con otras palabras) que no es que sea el mejor régimen político pero que no conocemos otro mejor. Democracia debe significar más que el predominio de un partido sobre otro; más que el botín de unos cuantos que se reparten las curules y los puestos; mucho más que el respeto al sufragio (si bien debe ser la condición mínima para posibilitarla). Las democracias modernas deben formalizar un estado en el que se exprese la voz de las mayorías, y también en el que se respeten y se den los espacios para las voces minoritarias; ajustar las políticas públicas para propiciar equilibrios y plataformas más justas de participación; implementar transformaciones estructurales profundas que cierren la abismal brecha económica entre los sectores ricos y pobres de la población; acabar con la miseria profunda en el campo y en los suburbios miserables de las grandes ciudades.

Una sociedad democrática se construye desde abajo; en la familia, en la escuela, en la oficina y en la factoría. Pero esa misma cultura democrática debe encontrar referentes claros en la expresión política de los grupos gobernantes.

A doscientos años de la independencia nacional, logramos construir una república, un estado laico. Se dirimieron las ideas en el campo de la batalla electoral y militar entre liberales y conservadores, entre federalistas y centralistas. Perdimos territorio, se habló de libertad frente al yugo español, pero prevaleció el control político y la riqueza en manos de una oligarquía criolla, española y mestiza. La libertad fue una entelequia. Padecimos una dictadura. Siguieron las luchas y las ideas, revolucionarias, anarquistas, emancipadoras. De Flores Magón a Zapata, pasando por Madero perteneciente a la casta oligarca del siglo XIX, Carranza, Obregón y Calles. En todo ese gran lapso no hubo más que promesas para las clases desfavorecidas, con excepción quizá de Lázaro Cárdenas y su reparto agrario. Los pobres de hoy son, generaciones después, los mismos que perdieron desde la conquista y la colonia. La libertad sigue siendo un reclamo fundamental que debe partir de una sociedad más justa para que signifique algo realmente.

El PRI estableció lo que Vargas Llosa denominó la dictadura perfecta. La institucionalización de la revolución, la consagración del estado corporativo con sus CROM, CTM, sindicatos charros y un largo etcétera.

Ese mundo, aparentemente, ya cayó. ¿Es cierto? Unos dicen que sí y que hay que darle tiempo. Otros dicen que no por argumentos expresados líneas arriba.

Tener certezas en ese sentido, implica pensar diferente y no caer en dicotomías descalificadoras sino en el encuentro y edificación de puentes ciudadanos vinculantes. Articulados bajo una misma idea de transformar de raíz. Los oligarcas, obviamente, no pensarán de esta manera, pues, aunque algunos se han agregado en las sucesivas etapas de nuestra historia, son los que siempre han estado en el lugar y en el momento adecuado para seguir con sus privilegios. 

El camino es largo, eduquemos por y para la democracia, hagámosla tangible y exijamos una sociedad y un país más justos.  

 

 

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“pálido.deluz”, año 10, número 147, "Número 147. Nuevas rebeldías, nuevos activismos: hacia una educación divergente. (Diciembre, 2022)", es una publicación mensual digital editada por Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández,calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, Ciudad de México, C.P. 11420, Tel. (55) 5341-1097, https://palido.deluz.com.mx/ Editor responsable Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández. ISSN 2594-0597. Responsables de la última actualización de éste número Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández, calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, CDMX, C.P. 11420, fecha de la última modificación agosto 2020
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