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Miércoles, Agosto 14, 2024

Un muy leve contexto

Desde que ingresé a la Escuela Nacional de Maestros pude, realmente, apreciar el valor de la educación pública. Siempre estudié en escuelas públicas; ser hijo de maestros y heredero de una tradición familiar al respecto, como que hacía lógica esa situación.

Vivir en una colonia popular, además, lo hacía natural. Era lo visible, la opción, la oferta. En la cuadra había una familia cuyos hijos asistían a colegios privados. Desde la denominación (escuelas/ colegios) se establece una distinción, aunque no refleje diferencias sustantivas, en sí misma. Era curioso ver el camión escolar pasar por ellos en la mañana y regresarlos en la tarde. Pero nunca los vimos como superiores o de otra clase social. Por algo vivían en el barrio. Y es que, parece que algunos creen que lo que se paga es mejor que lo que se recibe gratuitamente, y no, no siempre es así; puede llegar a serlo, pero me he encontrado conque en ambos lados hay de todo. Así pues, eso no lo voy a discutir porque no tiene sentido, al menos para mí.

Qué dan las escuelas públicas.

Las escuelas públicas son la oferta que el estado asume como obligación constitucional para brindar educación a la población. Ahora bien, como se señaló líneas arriba, existen los colegios particulares para que los padres, que así lo deseen y puedan solventarlo, envíen a sus hijos a estudiar en dichos recintos. Asimismo, existen en nivel superior donde el estudiante puede optar por ingresar a una universidad de paga. No siempre es opción es cierto; a veces es la posibilidad de seguir adelante ante la insuficiencia de espacios en las universidades e instituciones de educación superior públicas.

Más allá de los diferentes gobiernos y sus particulares matices, se podría decir que las escuelas públicas son -o deberían ser- los espacios en los que se promueva la identidad nacional y los valores necesarios para una sana convivencia social.

En lo particular, haber estudiado en escuelas públicas, me dio la oportunidad de entender que el servicio que recibía era un derecho conquistado por nuestros antepasados; que esa herencia invaluable significaba una enorme responsabilidad social, un compromiso ineludible, pues recibir educación era – y lamentablemente sigue siendo- un derecho y privilegio al que no todos tienen acceso, más allá de los preceptos constitucionales.

Estudiar la ´primaria y la secundaria con chavos de mi condición social, más o menos, me otorgó, sin saberlo en ese entonces, una lección de conciencia de clase muy significativa. Si bien había quienes tenían más y otros menos, las diferencias no eran groseras y, de haberlas, se atenuaban ante el ideal y la función ecualizadora de la educación y, por ende, de la conformación de los futuros ciudadanos en torno a valores democráticos y republicanos heredados de una historia y compartidos por una situación generacional. La escuela, pues, desde el currículo oficial y el oculto nos formó en torno a intereses comunes y necesidades específicas de nuestra edad según el grado o nivel que cursáramos. Mucho se puede criticar o, incluso cuestionar el valor de esa afirmación, y se acepta. No se intenta describir a la educación pública – básica como un recipiente adherido de virtudes al que nos metían a los estudiantes y del cual salíamos educados en la virtud: infalibles, empáticos, respetuosos, tolerantes, solidarios. No, por supuesto que no; desde luego que importan las condiciones y el contexto de cada recinto, el sexenio y su particular visión de la educación pública, la formación diferente de los maestros a lo largo de la historia, las condiciones económicas y sociales del país, etcétera.

Hemos sido críticos con las reformas educativas neoliberales de Peña Nieto, en particular, por las campañas sistemáticas de desprestigio hacia los maestros y, de manera velada, por el menosprecio a la educación pública. En esas escuelas públicas, aun con diferencias sustantivas en sus logros según la época y el estándar de comparación, asisten niños y jóvenes a quienes educa una maestra o un maestro. En esa educación funcionalista o que fomenta el pensamiento crítico, con falta de mantenimiento e insumos necesarios para promover una educación adecuada a los ritmos del presente, no obstante, o justo por ello, es menester reconocer su papel en la integración ciudadana: desde las prácticas de la educación formal en el aula hasta los aprendizajes construidos informalmente en el patio, los pasillos, las charlas y convivencias con estudiantes y maestros, así como en los diversos juegos escolares, prevalece, a pesar de todo, y de nefastas políticas educativas, un sentido de integración social, de aprendizajes para la vida y, sobre todo, de pertenencia a la comunidad.

La educación pública es una necesidad para promover la integración social y la superación de los niños y jóvenes. La educación pública, por otra parte, no puede verse como un ente uniforme: hay escuelas con excelente atención y mejores resultados y otras abandonadas a su suerte; con nula o ineficaz gestión escolar. Las hay con excelentes directivos y otras donde prevalece o la anarquía o el autoritarismo.

Hay escuelas que son auténticas comunidades de aprendizaje y otras que se encierran en sus muros y no ven en la comunicación con los padres de familia la oportunidad de consolidar acciones integrales y conjuntas, a partir del propio contexto y necesidades específicas.

Mirándose más allá del espejo

Hay países como Finlandia que se han proyectado como sociedades justas en los que un común denominador es la educación pública y gratuita en todos los niveles. Independientemente, de su baja tasa demográfica y de la aplicación de políticas públicas sensatas que se sostienen con el pago de impuestos muy altos (pero que se ven reflejados en servicios públicos eficientes y servidores públicos bien remunerados, entre ellos, los maestros), lo cierto es que han encontrado en la educación pública una plataforma para despegar hasta tener uno de los mayores índices de desarrollo humano (IDH) que miden ingreso, educación, vivienda, transporte y salud. Ello deriva en sociedades donde la criminalidad es mínima y la corrupción de los servidores, también, porque han sido educados para ello, y correspondidos por una distribución del Producto Interno Bruto (PIB) más justo y equitativo que piensa en las necesidades de la población. Por tanto, su educación (pública), siempre ocupa los primeros lugares en los exámenes internacionales que miden comprensión lectora y razonamiento matemático.

En síntesis, destinar mayor presupuesto a la educación pública no debe verse solo como parte del gasto corriente de los gobiernos, incluido el actual, sino como la inversión necesaria para despegar hacia otra realidad.

Es triste ver cómo niños y jóvenes deben abandonar sus estudios por falta de recursos. En esa lógica, la educación gratuita y obligatoria es cuestionable o mero precepto constitucional. Igualmente, lamentable es inhibir el acceso a la educación pública superior, obligando a legiones de jóvenes a estudiar en instituciones de paga de dudosa solvencia académica (con colegiatura baja, pero cara para la condición económica de muchos o con becas tramposas), insertarse en la economía informal o, peor, a ingresar a grupos delictivos para subsistir. No, no se reduce solamente a eso, pero, es importante que exista la oferta suficiente y de calidad para que realmente, cada joven decida si debe o quiere seguir estudiando.

Si la seguridad pública es una prioridad por el alto índice delictivo; los miles de muertos, violaciones, despojos, extorsiones, secuestros, torturas y tráfico de drogas, debiéramos preguntarnos, si no estamos equivocando la ruta y, en lugar de destinar tanto dinero a instituciones policiacas y militares (que no han resuelto el problema, sino que, incluso, parte de sus elites y tropas protegen o se han insertado en esas mafias, en muchas ocasiones), debiéramos ser más generosos en el destino del presupuesto público, para tener mejor vivienda, hospitales, transportes, salarios y, desde luego, educación pública, para luego no gastar tanto en balas y sí en ciencia, maestros, libros, escuelas, cultura.

Es cuestión, nada más, de mirar más allá de nuestras narices y ver qué hacen las sociedades con menor incidencia delictiva y quizá podamos convencernos de los beneficios de una educación pública para todos, en todos los niveles. ¿Se puede hacer? Sí, aunque el camino por recorrer nos lleve un buen tiempo para desmontar una serie de inercias, intereses y culturas institucionales.

Sacapuntas

Carlos Montemayor
Julieta Fierro

El timbre de las 8

Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández

Educación Ambiental

Mentes Peligrosas

Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández

Mirador del Norte

G. Arturo Limón D
G. Arturo Limón D

Sala de maestros

Alfredo Gabriel Páramo

Tarea

Fidel Silva Flores
Jordi Soler
Jorge Orendain
“pálido.deluz”, año 11, número 166, "Número 166. El valor de la educación pública. (Julio, 2024)", es una publicación mensual digital editada por Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández, calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, Ciudad de México, C.P. 11420, Tel. (55) 5341-1097, https://palido.deluz.com.mx/ Editor responsable Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández. ISSN 2594-0597. Responsables de la última actualización de éste número Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández, calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, CDMX, C.P. 11420, fecha de la última modificación agosto 2020
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