Comencé este texto como una semblanza en honor a mi papá, quién el 18 de mayo cumple 90 años, pero se fue convirtiendo más en una recopilación de recuerdos de mi niñez y juventud a su lado.
El 18 de mayo de 1934, en la Ciudad de México, nació mi papá, hijo de un michoacano y una chiapaneca-guatemalteca avecindados en la capital, algo muy común en esas épocas. Hijo de un Alfredo, don Alfredo Páramo Castro, y de doña Carmen de la Cerda Ortega, y futuro padre de otro Alfredo (yo, el que escribe esta semblanza), Alfredo Páramo de la Cerda, el mayor de varios hermanos creció en un México tumultuoso e inestable, donde hacía poco había terminado la Revolución, la Guerra Cristera aún era presente y el fascismo se preparaba para la larga pesadilla en que sumiría a Europa y al mundo.
Ese año era presidente Abelardo L. Rodríguez, quien sustituyó a Pascual Ortiz Rubio, conocido como “El Nopalito” (ya se imaginarán la razón) después de que este sufriera un atentado entre misterioso y ridículo, como muchos de los que ocurren en nuestro país, a manos de un resentido vasconcelista, Daniel Flores, que también de forma misteriosa moriría en la cárcel poco después. En diciembre de 1934 asumiría la presidencia Lázaro Cárdenas.
Acerca de “El Nopalito”, mi papá siempre nos contó la historia de sus obras públicas emblemáticas, en particular, un paso de peatones en 16 de septiembre y San Juan de Letrán (ahora Eje Central), en la Ciudad de México, que desde hace muchas décadas era bastante intrascendente. Mi súper ñoño padre decía que era “el paso del Gran Simplón” (recordando al túnel del Simplón, en los Alpes). Por cierto, también en su gobierno se levantó la “Isla de los Monos”; en Chapultepec, un montículo pétreo lleno de changos a los que cuando íbamos con mi papá nos quedábamos horas contemplándolos, hablando de cuánto parecían humanos y sobre la teoría de la evolución.
Precisamente, el día en que naciera el nuevo Alfredo Páramo se fundó la Universidad Autónoma de Sinaloa (UAS), y pocos días después, el 23 de mayo, la famosa pareja criminal de Estados Unidos formada por Bonnie y Clyde fue emboscada y acribillada en Estados Unidos. En Alemania, mientras tanto, el mal representado por el nazismo consolidaba su poder ese mismo año con la muerte del mariscal Hindenburg que permitió fusionar los cargos de presidente y canciller, y la purga de nazis antiguos no del todo afectos a Hitler llevada a cabo del 30 de junio al 2 de julio conocida como “La noche de los cuchillos largos”.
Hace 90 años el mundo, como ahora, estaba lleno de los peores presagios, aunque descubrimientos como la vacuna contra la fiebre amarilla, el muralismo y en general la cultura en México pasaban por una época vibrante y creadora, lo que hacía que también los presagios podían ser buenos.
De acuerdo con las largas pláticas sostenidas con mi papá a lo largo de 66 años, puedo asegurar que su niñez fue maravillosa, llena de descubrimientos y aventuras. Esas historias me han hecho acompañarlo en la imaginación cuando con sus hermanos Enrique y Francisco iban por el río de La Piedad (ahora un viaducto lleno de automóviles) y caminaban hasta el estadio de beisbol, donde en una ocasión un señor les regaló boletos porque ellos veían el partido desde la barda.
Tampoco faltaron las historias de México en la segunda Guerra Mundial cuando había apagones y prácticas de bombardeo, las crisis por la relativa falta de recursos, como el día en que, por estar jugando, tiraron él y sus hermanos una mesa donde mi abuelita, una muy joven mujer nacida en Chiapas que años después descubriría que, oficialmente, era guatemalteca, había puesto la despensa y llena de desesperación terminó por reventar los pocos huevos sobrevivientes de la catástrofe en las cabezas de sus pequeños. Para mí, mi abuelita, quien murió muy joven en 1976, siempre fue esa chica maravillosa, llena de amor, pero capaz de realizar dramas legendarios por alguna situación.
También, con mi papá, recuerdo los primeros días de radio cuando mi bisabuela Julia, enfrentándose a un don Alfredo (mi abuelo) rígido y enojón, como correspondía a un antiguo charro michoacano, les compró un entonces muy caro aparato de radio para que pudieran escucharlo y mi abuelo, conservador, pero con un corazón bondadoso y tierno, solo pretendió estar molesto, pero les permitió conservar el aparato, como les permitiría el cine y muchas otras diversiones “modernas” que tal vez en un primer momento no le parecieran muy adecuadas. Cuando yo nací don Alfredo tenía 57 años, y mi recuerdo de él es de un hombre recto, extraordinariamente bondadoso, gran lector y, dentro de su peculiar forma de ser, un señor muy divertido.
Desde muy joven, mi papá se mostró malo para los deportes, tal vez porque padecía miopía y astigmatismo y no usó lentes sino hasta los 17 o 18 años, cuando entró a trabajar, y en su familia se burlaron de él porque lo consideraban snob (con cierta razón), pero era bueno para la lectura y un gran conocedor de la mayor de sus pasiones, la música de concierto. Conoció a Chávez, a Revueltas y a muchos otros músicos por su asistencia asidua a conciertos, afición que lo llevaría en alguna ocasión a chocar conmigo porque me quedé dormido en una de esas presentaciones y decidí, por muchísimos años, que no lo volvería a acompañar porque se burló de mí con mi hermano Eugenio.
Por cierto, respecto a la música dice mi papá que cuando era joven siempre se imaginó que sus hijos tocarían con él en algún conjunto de cámara o algo por el estilo, pero la verdad fue que para ninguno de nosotros la música de concierto fue una prioridad, por más que la conozcamos y llegue a gustarnos. Sin embargo, al menos en mi caso, sí aprendí de mi papá un eclecticismo en cuanto a escuchar ritmos, estilos, corrientes y formas musicales de lo más variadas y aparentemente contradictorias, y de manera particular le debo mi gusto por el rock.
Mi papá siempre ha estado obsesionado con que hay que dormir poco. Odiaba que nos levantáramos tarde y de chicos nos torturaba despertándonos con el “Mester de Juglares” del Concertino de Miguel Bernal Jiménez, obra con la que daban inicio las transmisiones de Radio UNAM como 67 horas antes del amanecer. “El sueño es hermano de la muerte”, nos refregaba en la cara, como si fuera agua helada, citando la “Liturgia de las Horas”, un conjunto de rezos oficiales de las iglesias católica, anglicana y ortodoxa que, espero desde el fondo de mi no-alma, que tengan algún propósito mejor que torturar niños que heredaron el gusto materno por levantarse y acostarse tarde.
Uno de los mejores recuerdos de mi niñez es que caminábamos mucho con mi papá e íbamos platicando de lo que se nos ocurriera. Lo mismo podían ser las brujas de Shakespeare que el pato que canta desde la olla donde lo están cocinando en Carmina Burana; de las razones ontológicas de por qué debíamos portarnos bien o de que en las calles hubiera muchos azotadores (Hylesia nigricanis); podían ser historias de la segunda Guerra Mundial o, las preferidas, de cuando era niño o joven, en las que una y otra vez nos relataba anécdotas que tenían por escenario una Ciudad de México que nos parecía de fantasía. Mis hermanos y yo siempre clamábamos: “papá, papá, cuéntanos una historia de tu vida”.
Puedo decir que casi siempre me he llevado bien con mi papá, aunque durante una época me pareció un señor bastante odioso, pero que siempre ha estado a mi lado, a pesar de que no haya estado de acuerdo con mi forma de ser, de ver la vida o de hacer las cosas. Él primero ama y luego, si se le insiste, da una opinión. Siempre me ha impresionado su gran capacidad de trabajo, su talento como profesor, su memoria que aún a sus 90 años me parece irreal.
Puedo definir a mi papá como un autodidacta. Ha leído tal vez miles de libros y escrito varios, además de innumerables trabajos para periódicos, revistas y otros medios. Es traductor profesional de inglés y experto en música, además de que se interesa por cualquier tema. En sus 80 estudió en un community college de Estados Unidos cursos de materias tan disímiles como redacción y oceanografía. Sin embargo, tuvo poca educación formal pues cuando debía entrar a preparatoria lo “convencieron” de que por sus dotes artísticas debía estudiar algo “de provecho”, como arquitectura. No soportó ni el primer semestre.
Sin embargo, por sus propios medios o en cursos sueltos se ha convertido en una persona que sabe de todo, y de lo que no sabe, lo averigua, lo que siempre ha resultado muy útil para cultivar una de las mayores aficiones de mi vida que ha sido llevarle la contraria y enzarzarme en larguísimas discusiones con él, sobre cualquier tema.
Mi papá siempre ha sido un católico creyente de avanzada (así se define) y absolutamente respetuoso de las creencias de los demás, al grado de que sabiendo que yo no soy creyente (por decir lo menos) jamás me ha hecho un reproche o una crítica al respecto. A mi papá, al hombre bueno que conozco de toda la vida y que está cumpliendo este 18 de mayo de 2024 90 años, a pesar de cualquier consideración siempre que hablo con él le pido la bendición y él, generosa, amorosamente, me brinda la antiquísima oración inspirada en Números 6:24-26:
El Señor te bendiga y te guarde, Alfredo Gabriel.
Vuelva hacia ti su rostro misericordioso
Y te dé paz.
Que el Señor te dé su bendición