La figura del justiciero tiene un profundo atractivo para nosotros, habitantes del siglo XXI. Podemos entender el dolor y la ira que empujan a alguien a tomarse la justicia por su mano, no por amor a la violencia sino por odio a la impunidad. En la Orestíada, una trilogía del poeta griego Esquilo, se debate este problema. El rey de Micenas muere a manos de su esposa y luego el hijo de ambos la mata para vengarlo. Como más tarde Hamlet, Orestes no puede soportar que su madre, asesina de su padre, salga bien parada. La lucha interior desgarra al personaje, pero la cuestión esencial es qué final tendrá el derramamiento de sangre. Pues el vengador es culpable a su vez y podría desatar otra venganza y otra y otra hasta desencadenar una espiral, una cosecha roja.
En la última tragedia presenciamos el juicio de Orestes. Con ella comprendemos la renuncia y el dilema que representa ceder el monopolio del castigo al Estado. Ninguna decisión de un tribunal será satisfactoria por completo y para todos. De hecho, nuestro idioma, llamando a las sentencias “fallos”, parece expresar un escepticismo de partida. Sin embargo, son pactos que nos protegen de la violencia indiscriminada. En sociedad, la armonía depende de esa negativa a colocarse por encima de las leyes. Es un tema sobre el que conviene pensar y conversar, porque la justicia siempre está sujeta a discusión, mientras que la fuerza es fácilmente reconocible e indiscutible, como decía Pascal. Las tragedias antiguas nos recuerdan que la justicia solo existe si los hombres la quieren de común acuerdo y la llevan a cabo