Un libro de memorias inédito de la escritora, que comienza con una infancia desolada, es enriquecido por su hijo Jeff con fotos y cartas nunca antes vistas. Lo entrevistamos en exclusiva. Descubrimos que...
Antonella Barina
La Repubblica
Traducción: Gabriel Humberto García Ayala
"La casa olía a azufre, a ropa mojada sucia, a cigarrillos, a whisky, a insecticida Flit, comida en mal estado. El abuelo olía a Camel y a loción para después de afeitarse y a Jack Daniels. Mi madre olía a Camel y a Jack Daniels. El tío John apestaba a cigarrillos Delicados y a tequila ". Así, con unas palabras cortantes, más eficaces que cualquier narración, Lucia Berlin describe la desolación de su infancia: el olor a podrido del alcoholismo y la decadencia familiar. Las raíces de una vida que, en un bullicio de expectativas y decepciones, será inimitable. El alma de una escritora que, ya sea alcohólica y sobria, indigente o rica, telefonista, enfermera, señora de la limpieza o profesora universitaria (Lucía hizo todo para llegar a fin de mes), siempre fue una campeona.
Esas poderosas palabras están tomadas de Bienvenida a casa: de los recuerdos desconocidos de Lucia Berlin que Bollati Boringhieri envió a las librerías. El recuerdo de las mil casas, ciudades, países, en los que vivió esta, ahora, autora de culto en los primeros treinta años de su vida, hasta 1965, cuando había dejado a tres maridos, tres divorcios y una veintena de mudanzas de Alaska a Montana, de Texas a Chile, a México... Siempre huyendo de algo y persiguiendo algo más. Siempre cerca de sus cuatro hijos. Apoyada (y utilizada) por innumerables amantes. La redacción de Bienvenidos a casa, que comenzó cuando Lucía se jubiló, se vio interrumpida con su muerte en 2004. Pero ahora su hijo Jeff Berlin enriquece el texto con otro material inédito, relacionado con los primeros treinta años de vida de su madre: fotos familiares y cartas escritas a familiares y amigos. En especial al poeta Edward Dorn (y su esposa), figura clave en la vida de Lucia: el mentor que la animó a escribir y la ayudó a publicar cuentos en las revistas literarias de la época. Depositarios de calidad, sin embargo, destinados a un público limitado.
Porque el éxito internacional de Lucia Berlin, de sus colecciones de cuentos, La mujer que escribía cuentos y Tarde en el paraíso (cientos de miles de ejemplares vendidos en decenas de idiomas) es póstumo, reciente, inesperado. Su fama surgió de manera imprevista en 2015, cuando la primera selección de cuentos, de la que nadie esperaba gran cosa, se disparó en las listas del New York Times. Los gustos ahora han cambiado desde los años 60 y 70, cuando "casi todas las noches, después de la cena, se sentaba a la mesa de la cocina con un vaso de bourbon y comenzaba a escribir, a menudo hasta altas horas de la noche", recuerda Jeff, su segundo hijo. En aquellos días el alcoholismo, la infidelidad, el cansancio de vivir en un mundo despiadado -descrito sin miedo y sin reservas- eran temas de la escritura masculina. Hoy, incluso las mujeres pueden revelar transgresión y decadencia. Y Lucia lo hace con curiosidad y empatía por aquellos que son considerados invisibles y que tienen una impronta inequívocamente femenina. Su ojo es implacable. Su estilo seco, y en las memorias, donde se muestra más impulsiva, aún sin pulir para su publicación, en realidad se convierte en una ráfaga de palabras en el estómago.
"Mamá describe lo que le sucede sin inventar nada", agrega Jeff Berlin por teléfono desde California, donde trabaja como diseñador gráfico para una compañía de teatro. “Bienvenida a casa es la confirmación de ello: en estos recuerdos de vida podemos rastrear las ideas autobiográficas de sus relatos”. Y, hojeando el libro, casi parece hojear el álbum de fotos familiar con ella presente, que en cada imagen recuerda: "Greenwich Street, Nueva York. Los fines de semana sin calefacción. Los niños dormían con orejeras y guantes. Escribía junto a el horno con guantes". "Albuquerque, Nuevo México. Me arrestaron por ebriedad y pasé la noche en la cárcel. Salí pagando un soborno. No querían dejarme ir a menos que golpeara a alguien, así que comencé una pelea terrible que agravó mis problemas". ¿Cuánto pesa, Jeff, encontrar en la página los momentos más amargos de su infancia? "Solía ser muy difícil cuando era adolescente cuando mamá nos leía las historias que escribía. Ahora es menos desgarrador".
Las primeras hechos descritos en las memorias son los de Lucia cuando era niña, cuando la familia seguía a su padre, ingeniero de minas, de mina en mina. En pueblos desolados: "Una tienda de comestibles y una oficina de correos, una prisión y una peluquería, una tienda general y tres bares". Muchos bares: "Durante la semana los hombres estaban tan cansados que por la noche comían sin hablar y se tiraban a la cama. Los sábados todos bebían bourbon y se reían". Después del ataque a Pearl Harbor, su padre se va a la guerra. Lucia, su madre y su hermana van a vivir a Texas con su abuelo, un dentista alcohólico: "Cucarachas, un pasillo oscuro, tres alcohólicos malos ", recuerda Lucia. Son el abuelo, el tío y la madre. Pero, cuando regresa su padre, se mudan a Santiago de Chile y la vida se vuelve cómoda: universidad de élite, tenis, golf, fiestas... Mamá vive en el dormitorio con la botella. El padre le pide a Lucia de adolescente que sea la anfitriona. Así es seducida (y violada desdeñosamente) por un hombre rico de la edad de su padre.
Y para fugarse de ese hogar se casa con Paul Suttman, un artista prevaricador que vivía en Nuevo México: “Me intimidaba. Sostenía la parte caliente de la taza y se la entregaba por el asa. Planchaba sus calzoncillos para que los encontrara tibios. Me vestí como él quiso: siempre de blanco y negro. Decía que sonreía demasiado y hacía demasiado ruido durante el sexo”. Mark nació en 1956 y unos meses después, cuando Lucia estaba embarazada de Jeff, Paul cortó la cuerda (por ese motivo años después los niños tomarán el apellido del tercer marido de su madre, Buddy Berlin).
En segundas nupcias Lucia se casa con Race Newton, pianista de jazz, quien los lleva a vivir al campo (sin agua, ni estufa, sin inodoro), luego a Nueva York. Race toca en clubes, pero Lucia llega a fin de mes cosiendo ropa de bebé. "Pensé que era mi padre", dice Jeff hoy. "Trabajaba de noche, dormía durante el día, rara vez hablaba. Fue entonces cuando mamá comenzó a escribir. Tocaba las teclas por las noches, mientras los niños subíamos nuestros triciclos hasta nuestro ático de Greenwich Village".
Acompañando a Race con el saxofón está Buddy Berlin, quien también visita a Lucia y a los niños cuando Race no está. "Un día se presentó con cuatro boletos para Acapulco", continúa Jeff. “Y de la noche a la mañana nos encontramos en México, con un hombre nuevo a quien llamar papá. Después de un tiempo, nacieron dos hermanos más. Por supuesto, el de Buddy fue el mejor momento: era cariñoso, simpático, nos llevaba a pescar, a remar en una canoa, a volar un avión”. Jeff es demasiado joven para darse cuenta de que Buddy consume heroína y que las constantes mudanzas de un país a otro son un intento de escapar de la adicción y los traficantes de drogas. Implacables.
Las memorias se detienen antes de que la droga destruya también el tercer matrimonio. Y Lucia se sumergió en el alcohol. "Un túnel que duró veinte años", recuerda Jeff. “Mamá habla de eso en sus historias, pero la realidad fue más atroz: los picos de autodestrucción que destila en la página no fueron tragedias aisladas, sino pesadillas cotidianas para nosotros”. El ancla era escribir. Aunque en las cartas a su amigo Edward Dorn aflora una inseguridad insospechada: "Sé que mi escritura es mala, que no lo estoy haciendo... pero podría hacerlo... aunque solo sea porque tengo muchas cosas que quiero decir".
Jeff justifica tanto dolor: "Escribió para reflexionar sobre su caótica vida y darle sentido. Sin ese caos no hubiera sido tan grande".