Hoy lo tomé, ¡al fin! Me dio miedo. No sé por qué temí que viniera el gerente. Querrá que me desnude. Será como la otra vez, cuando desapareció un fajo de billetes grandes. Nos encerraron a todos, para esculcarnos. Secamente dieron la orden: «¡Quítense la ropa!». El tipo aquel no me perdía de vista. «No fui yo, se lo juro, no puedo desvestirme.» Inútil. ¡Caray, si los demás pudieran leer en los ojos! Los míos lo revelaban casi con lágrimas: ese día no me puse la única muda de ropa interior que uso; se cortó el agua y quedó enjabonada. ¿Qué dirían los demás? Ese respeto a mis canas se trocaría en lástima cuando se enteraran que sólo llevaba encima el traje que me viste desde hace años. Me resistí. Ante las dos vergüenzas —que me creyeran ladrón o que descubrieran mi desnudez—, escogí la primera. Fue en vano. Todos me rodearon. Los tipos querían el dinero. «Si lo tomó, lo trae encima; no ha tenido tiempo para sacarlo.» A fuerzas pretendieron zafarme la ropa. Comprendí que podrían destruirme el traje y recordé que tenía que asistir al velorio, al 3, donde se les murió la niña. Yo mismo me desembaracé del saco, del chaleco, de los pantalones. Cuando estuve desnudo de la modesta dignidad que me cubre —el viejo traje convertido en mi segunda piel—, ya no me importaba. Así como un condenado a muerte se resigna a morir y llega al paredón absurdamente tranquilo, así yo me despojé de la ropa, del rubor y la vergüenza. No lo olvidaré nunca, pero dejó de hacerme daño.
Eso me hizo pensar en el gerente al tomar el billete. Era natural: vencí tantas resistencias íntimas para decidirme. Durante seis meses estudié todos los medios para obtenerla. Me fascinaba la pipa. Día a día le lanzaba una mirada o la contemplaba arrobado, colocada en el escaparate, expuesta en un bonito estuche. Una auténtica Dunhill, con su etiqueta marcando el precio de cien pesos. A través del cristal intuía su olor a manzana, a madera, a bosque. Muchas noches, en casa, mientras Matilde se lamentaba de lo que yo ya no me lamento —lo difícil de una vida a la que uno es cercado a resignarse—, me abstraía en la pipa, me embriagaba en la satisfacción de poder gozarla. La he sentido en mi mano, entre mis dedos, arrojando un humo sedante, agradable, aromático, mientras sorbía su placer a bocanadas largas, sabrosas. Así llegué a comprender que era la última felicidad a que podía aspirar en la vida. Decidí comprarla. Todo lo ideé: aumento de sueldo, regresarme a pie a casa, no comprar periódico tres veces a la semana, no darle su domingo a mi sobrina, fumar la mitad de los cigarrillos que fumo. En un mes ahorré cuatro pesos. Ese día Matilde se puso mala: pude apenas pagar la consulta del médico. La pipa siguió incitándome, se transformó en una pasión. Cuando uno ha dejado que la erosión del fracaso destruya los grandes anhelos, se deja dominar por los pequeños, que resultan ser más fuertes, más apremiantes. Intenté convencerme de que podía comprar una de menor calidad, más económica. No pude. Así como de joven, cuando sufrí mucho por una mujer, traté de consolarme buscando otra, sin resultado, así con la pipa: tenía que ser precisamente la del escaparate.
A la búsqueda de posibilidades, surgió la última: tomar un billete de cien, de esos que cuentan mis dedos, para reponerlo a la larga. Podía ir escamoteando que comprobaran la falta. ¿Y si me descubrían? Eso me detuvo varias semanas, hasta que al fin se exasperó mi deseo y no me importó arriesgarlo todo. Me remordió la conciencia por Matilde, porque de tener que pagar la sustracción de inmediato, los descuentos iban a tener que aplicárselos a ella, de mi sueldo, recortándole lo ya de por sí poco que le doy. ¿Y si preguntaba por la pipa? No podría suponer que era fina, legítima, que había costado cien pesos. Como tampoco lo que significaba para mí. Me fue muy difícil, pero lo tomé. Les transmití todo mi valor a mis dedos; los dirigí a la captura del billete como si tuvieran que cuidarse de cien miradas. Prestos, furtivos, lo escondieron en mi bolsillo. Por encima del pantalón estuve verificando rato a rato que se hallaba seguro.
La certeza de que la pipa podría ser mía me dio ánimo para no escuchar a los condenados escrúpulos que me empujaban a devolver el billete. Estaba muy emocionado, aturdido. Mi corazón retumbaba y yo lo sentía como un muchacho gritón, a quien uno quisiera callar de cualquier modo. Mi compañero de la ventanilla vecina —sólo nos divide un enrejado de alambre— me entretuvo contándome mil pormenores de la operación quirúrgica a que sometieron a su esposa. Yo veía el reloj y cómo los demás empleados iban desapareciendo. Tuve que soportar la historia hasta el fin. Ya salía, olvidando el sombrero. Al regresar por él, me topé con Felipe.
Felipe, el mozo, es más viejo que yo, que todos los que trabajamos aquí. Su orgullo es hacernos saber que conoció a don Manuel —el gerente— desde que éste era chiquillo. Felipe llegó aquí antes de que se construyera el edificio del banco. El padre de don Manuel lo saludaba todos los días al llegar y eso lo hacía feliz. Saludo que se acabó al suplir don Manuel a su padre. Por falta de ese saludo que era su pan diario, su vino, su aumento de sueldo, a Felipe se le agrió el carácter, se volvió taciturno y de mal talante. Por eso me sorprendió: el viejo estaba llorando sorda, pero visiblemente. No sé qué mala corazonada me asaltó, que hundí la mano en el bolsillo en instintiva defensa del billete. «¿Qué le pasa, don Felipe?» El hombre traía
su pena grande y me la arrojó sin saber el daño que iba a causarme: tenía a su hijo, muerto, esperando sepultura. Con la gorra en la mano se había animado a llegar hasta el despacho de don Manuel. Quería que le prestaran para el entierro. Nada, un poco más de cien pesos, de la misma manera que él sabe que les prestan a otros. Esperó toda la mañana, con un mudo dolor escondido entre las grietas de sus arrugas, tercamente esperanzado de que el patrón le arreglaría lo del préstamo. Claro, aquí se trata de que no salga dinero que no esté garantizado. Don Manuel le alegó lo críticas que están las cosas, el control de los créditos, aludió a los reglamentos del banco y sólo le regaló cinco pesos.
Y allí estaba ante mí, esperando algo… Me anonadé. ¡Qué mal me sentí! Saqué la mano empapada en sudor. Estuve a punto… pero me aferré a la pipa con toda mi alma. Seis meses de tremenda lucha interior para decidirme. No podía perderlo todo en un minuto. No me atrevía a mirarlo. Viendo a otro lado, sin dejar conmoverme por sus manos suplicantes, evadí sus ojos encharcados en amargura, en una amargura abrumadora, pesada. «Me hubiera dicho antes, hubiéramos hecho una colecta.» Decidí irme, escapar al asedio de su drama. «Mejor devuelvo el billete, mejor devuelvo el billete.» Era mentira, compraría la pipa de todos modos. «Perdóneme, se me hace tarde; a ver mañana qué hacemos.» No me dijo ya nada, acallado por su desesperación, ajeno a que por una eternidad había sido el ojo de mi conciencia. ¡Qué cosas! Uno cree que el corazón ha endurecido y de repente se acongoja. ¡Ah, pero la pipa! Su cercanía me ayudó a superponer otras imágenes sobre la de Felipe. Pasé al vuelo frente al escaparate. Sólo una mirada. Mejor mañana, que olvide esto.
Cuando llegué a casa, afuera, los del 5 se hallaban en la calle con todos sus enseres. No necesité indagarlo. Comprendí que los habían lanzado por no pagar el alquiler. Pero lo que no imaginé nunca fue el estado de Matilde. Estaba furiosa, como leona. Habló contra el gobierno, contra los ricos que les quitan un techo a los pobres. La tomó conmigo, contra el banco. Y luego, llorando, para dejarme atónito: «Preferiría que robaras al banco y salvaras a estas desgraciadas gentes, Donaciano. ¿Qué van a hacer, con don Santiaguito sin trabajo? Y los pobres niños…» Le contesté molesto: «Tú sabes que soy incapaz…». ¿Incapaz? Mi mano palpó el billete. No se dio ella cuenta, si no, se sorprende de la cara que debí haber puesto. Fue tan rudo el golpe, que eso me salvó. Me repuse. Tenazmente le di antídotos a mi compasión: ¿qué tenía yo que ver con esas tragedias? Son cosas de todos los días, el mundo es así. ¿Y qué remediaría? Al poco tiempo, otra vez cien pesos más. Un barril sin fondo. Los lanzarían más adelante. No, era absurdo ceder. Me defendí. Además, no he robado. Ha sido un préstamo. Lo pagaré. Tengo derecho a mi pipa. Toda la vida he trabajado, no le he hecho mal a nadie.
«Perdóname, Donaciano, ya sé que no podemos hacer nada. Pero es muy duro presenciar eso.» Parecía una consolación a mi silencio culpable. Yo estaba aferrado a la pipa, para siempre… No pude dormir. ¡Cuántas cosas se pueden pensar en una noche que tuvo un día así! Se puede recorrer la vida entera, de principio a fin. Se pueden soltar todas las distancias, puede uno decidir todas las cosas; puede uno forjarse de sí mismo todas las efigies que se quieran. Noches tan largas, que hay tiempo para acomodar en el cerebro todo el universo, todas las sensaciones, todas las ideas, los sentimientos, lo que se ha sido, lo que no se ha sido, lo que se ha querido ser. A veces me duelen los dedos. ¡Cuántas cosas bellas pudieron haber hecho en la vida! Me gustaba la música, podía haber sido un gran pianista, quizá hubiera compuesto famosos conciertos. ¡Ya es tarde! Sólo sirvieron para contar dinero tras la ventanilla de un banco. Eso es todo: contar, contar. Allí, en fila, cada uno espera su turno: los que depositan, los que cobran. Mis dedos, diestramente, preparan ordenados fajos. Son el alimento de las insaciables bóvedas de seguridad. Afuera, millones de hombres sufren. Aquí dentro se acumula lo que haría la vida menos mala…
Pero del joven que quiso emprender grandes hazañas sólo queda el hombre que finalmente desea, por encima de todas las cosas, una pipa. ¡Qué trabajo para levantarme! Llegué tarde al banco. ¡Qué descanso no ver a Felipe! Otra vez a contar, con los dedos entorpecidos, duros, difíciles de manejar hasta para esconderse, con temor, en el bolsillo. Me olvidaba a ratos de mis recientes impresiones, como si se hubiera tratado de un sueño. Fue cuando penetró Conchita en mi caja. Ella es una linda muchacha de veinte años, toda dulzura. Es hija de Pedro, un amigo, un antiguo amigo de la mocedad. Conchita es para mí casi una hija, la hija que Matilde no pudo darme. Me saludó como siempre, con ese modo que da calor a mi corazón, a mi senectud. Sus ojos estaban tristes. Sin contener las lágrimas, me confió su angustia. Creí que era por algo relacionado con su novio, un mocetón de esos a la moderna que aspira a casarse con ella. No, era sobre Pedro: un ataque de apendicitis. Estaba en el hospital y les faltaba dinero para ajustar lo de la operación. La chica estaba desesperada, no sabía ya a qué medio recurrir para reunir lo faltante. Y me lo confiaba no por esperar que yo le solucionara el problema, sino para que la animara. Mis dedos habían estrujado el billete, allá en la bolsa, como malhechores que rematan un crimen. Lo confieso: se me nubló la vista, el corazón me repiqueteó como si se hallara convicto ante un juez incorruptible. ¡Qué desazón! Es tan duro permitir que se desmorone un proyecto largamente
acariciado. Se ha vivido en el vacío, sin perspectivas, como dándole de vueltas, sin descanso, a una noria. La vida se ha convertido en un negro y espeso muro. Un día, uno logra perforar un pequeño agujero; se ha dejado en eso el alma, pero al fin se ve un claro, una lucecita. Sí, es pequeña, ¡pero ¡cuánto significa! Y he aquí que la conciencia lo empuja a uno a tapar ese alivio. ¿Los demás? ¿Las miserias que nos rodean? Y uno ¿qué? ¿Quién adivina lo que se ha dejado en el camino, lo que ha sacrificado? ¡La pipa! Ella es la lucecita, es el último hueso que se podrá roer. Y allí está Conchita, sollozando. ¿Cómo olvidar al corazón? ¿Cómo ser egoísta, frío, cruel? Yo sé: recordar tantos días grises, implacables. No hay en ellos una gota de piedad, una sonrisa profunda. Llegar a casa, como siempre, a darle a otro ser la mitad de nuestra amargura; recibir, en cambio, una amarga resignación. La pipa puede cambiarlo. ¡No, no puedo ceder! La pipa es para mí, aunque ya no lo quisiera, algo más importante que la desgracia de Felipe, que la miseria de los del 5, que la salud de Pedro. ¡Que las mismas lágrimas de Conchita! Ahí está la salvación: se han aglomerado varios clientes frente a mi ventanilla. «No se apure, don Donaciano, yo sé que los conseguiré.»
A contar, a contar. Al hacerlo, no se puede pensar en nada. Así me acostumbré a soslayar los pensamientos molestos. Sólo cifras, cuentas. Los ojos vigilan a los dedos como un domador lo hará con un animal amaestrado. Todo el cerebro está alerta a que no haya ningún error. Es dinero del banco y no se permiten equivocaciones. Un descanso. La pipa. Me excito como quien sabe que la cita de hoy, con la mujer deseada, es la definitiva. Hoy será mía. Es angustioso no hacerlo ya. Un pretexto. En nada más quince minutos puedo ir por ella. Me invade el ansia de perderla, de hacerme atrás. Voy por ella. Me siento ligero. Estoy frente al escaparate: ahí está esperándome. Tembloroso, cuando la pido a la dependienta, me embarga la más fuerte emoción. Me la muestra. Qué bien se acomoda al hueco de la mano, qué grato es para los dedos sentirla, acariciarla, apretarla… ¡Y qué espantoso! De golpe se me revela que no seré ya capaz de comprarla, que no será mía jamás. Todo se derrumba dentro de mí. ¿Qué ocurre? ¿Dónde está la fuerza que tuve para vencer la compasión? En eso dejé todo. El muro se ha cerrado otra vez, para siempre; la lucecita se ha cegado. Estoy en tinieblas. ¡Y qué derrota! «No, señorita, no era ésta… Perdone…, volveré otro día.» No, no volveré. Regreso al banco, lentamente. Estoy en mi jaula. El billete está en mi mano. No es mío, no supe hacerlo mío, no lo será nunca. Lo reintegro. Nadie sabrá jamás lo que he perdido, ni mi egoísmo, mi cobardía. Lo que pudo aliviarse
y no se alivió. Ninguna cifra alterará el total del balance. Todo estará correcto: cien pesos más en la bóveda.