Mi infancia transcurrió entre los cariños de mis padres, mis hermanos y mi abuela, más la energía de mi tía abuela, una profesora solterona que poseía una gran cultura y valores nacionalistas y protestantes, a la vez Vivía, y vivo aún, en un barrio bravo, pero en una especie de frontera en la que predominan las casas y departamentos de profesores, ingenieros, licenciados, empleados públicos o que laboran en la iniciativa privada; mas eso no significa que no hubiera que pasar -sobre todo en aquellos lejanos sesenta y setenta del siglo XX- aprendizajes importantes con los chavos del barrio. Aprendizajes que iban desde disputar la pelota con bravura en el futbol o el tochito callejeros, hasta liarse a golpes y sufrir, varias veces, derrotas humillantes para un niño mimado que tenía que tragarse su sangre y limpiar sus mocos y lágrimas: pero aprendí a medir las fuerzas, a torear a los más fuertes, a hacer alianzas con mis amigos más cercanos que fungían como hermanos, desde la solidaridad y el apoyo incondicionales.
Hoy, mi barrio se ha gentrificado, su geografía es otra, pero su esencia y ciertos lugares peligrosos persisten. Así, pues, pensemos en aquel barrio de mi infancia y adolescencia: en las cascaritas me gustaba jugar de portero y en el tocho de receptor; la cerrada donde vivía era una cancha sin peligros, pues el tránsito era local y, realmente, había pocos automóviles en ella. Tardes enteras en las que el tiempo pasaba fugazmente. Cuando las niñas salían a jugar jugábamos volibol, tendiendo una cuerda de poste a poste con la pelota que tuviéramos, si era de volibol, mucho mejor. Y así, el beisbol, las canicas, el trompo, el yoyo, el balero, el bote pateado, el burro castigado, los quemados, las bicicletas, el patín del diablo y las escondidillas…pero, más que nada tochito y futbol.
Mi primo que venía a casa con frecuencia, despertó -o al menos fue el primero en manifestarlo- al amor como a los once o doce años: estaba enamorado de Chivis una niña de colegio particular por la que venía el camión escolar a llevarla y traerla del colegio. Aarón se colgaba en la puerta de su casa a platicar con ella mientras los demás jugábamos con la pelota: tardé, un poco más en entender porqué elegía la sonrisa de una niña antes que proyectarse con Pelé o las grandes figuras del deporte. Sin duda su precocidad fue una lección para los demás, para mí, al menos. Los hermanos de Silvia (La Chivis), no salían mucho pues su mamá era muy ruda y no permitía que se juntaran con los vagos, es decir, con nosotros. Pero cuando lo hacían eran diestros para el futbol, pues su papá el ingeniero Guillermo Hernández había jugado futbol profesional con el Toluca y les enseñó a jugar y los inscribió en ligas infantiles para que desarrollaran sus habilidades. El papá tenía como apodo: El Platanito Hernández, de ahí que a su hijo mayor también lo nombráramos igual, y aunque éste llegó a la selección juvenil en la generación anterior a Hugo Sánchez, y jugó profesionalmente con el Atlético Potosino, su hermano Lalo era mejor pero no fue jugador profesional. ¿Por qué? La vida suele tener momentos de decisión y circunstancias específicas que, tal vez, lo hicieron optar por otro camino. No lo sabemos porque de pronto se fueron a vivir a Lindavista, y Chivis quedó como el primer amor platónico de Aarón y del Platanito solo permaneció el recuerdo de sus cañonazos.
En la esquina de la cerrada, con entrada por la calle, vivían los Ortiz. Eran dueños de edificios de departamentos, bodegas y talleres automotrices. El papá era un español con cara de bulldog que los ponía a trabajar en la fabricación de piezas para autolavado automotriz; eran como nueve, entre hombres y mujeres, dos de ellas muy guapas. Con quienes hicimos amistad era con los dos menores, más chavos que nosotros, que se caracterizaban por su torpeza para practicar deportes, por lo que siempre los barqueábamos, y aunque eran rudos y gordos (entre ellos se decían puerco, gordo, etc.), respetaban la jerarquía de los mayores. Ya he contado en otra crónica sus divertidos, aunque a veces salvajes y rudos encuentros con tipos del barrio cuando llegaron a la juventud. Casi no salían y se escapaban del rigor familiar cuando estaban solos, descolgando sábanas amarradas por la ventana para ser libres por momentos, aunque el precio fuera muy alto con su papá. Eran los ricos de la cuadra.
En el barrio, esas alianzas de las que hablaba fueron muy importantes. Y, como siempre, tenía que haber un líder, ese era Agustín, mejor conocido como El Mijijí. Él, un par de años mayor que el promedio, se destacaba por su habilidad para el frontón, el futbol, el tochito… y para los golpes: muy inteligente y valiente, siempre nos defendió cuando las cosas se ponían difíciles en cascaritas con otros más bravos del barrio. Uno sentía seguridad con él, quien, además se juntaba con otros mayores que él y de otras partes de la colonia. Murió a los diecinueve años a unas cuadras de la cerrada, por una discusión con otro tipo del barrio quien lo baleó y huyó de la festa. Hay muchas leyendas alrededor de su muerte: pasionales (una chava de por medio), rencillas personales, drogas, no sé ni quiero estigmatizarlo. Esa misma tarde estaba yo lavando el carro para ir al futbol americano en la Ciudad de los Deportes y le pregunté si quería ir. “No, muchas gracias, que te diviertas, te veo mañana”, fueron las últimas palabras que escuché de mi amigo, hermano y líder de la cerrada. En plena madrugada, me despertó el llanto de sus familiares que se acababan de enterar de tan lamentable noticia.
En la vivienda más humilde de la cerrada, vivía Tomás un amigo que pasaba mucho tiempo en mi casa y al que mi mamá y mi abuela le prodigaban atención, cariño y alimento, aunque cuando yo entraba a su casa, me despachaba un taco de frijoles negros de la olla hechos por su mamá que olían y sabían riquísimos. Tomás, como muchos otros, se mudó de la cerrada, y murió más adelante, relativamente joven, producto de enfermedades y de una vida difícil, según me contó una vez que me lo encontré por el mercado. Aparte de otras afinidades, éramos los atlantistas del grupo de amigos, así, más que afinidad, había una identidad azulgrana y un cariño sincero.
Los Lalos de Guzmán que llegaban a la cerrada a jugar futbol todo el día: Rosalba (mi primer amor platónico, aunque no en los niveles de Aarón) y sus hermanas y hermanos; los Villasana: Toño, Javier, Lalo y Martha; Alfonso y Abraham González con quienes hice amistad en mi juventud, mis hermanos Raúl y Javier aunque no rolaban mucho con el barrio, mi hermano Pepe que vivió algunos años con mis sobrinos en un departamento de la esquina en sus primeros años de casado con Alma.
El señor Cardozo que nos correteaba con su candado para que dejáramos de jugar frente a su puerta…mis perros, los olores y sabores del barrio: las gorditas, los esquites, el bolillo calentito; las estampas de luchadores, la papelería de Lalo el japonés, La Glorieta y los partidos de futbol que disputaban los mayores con una pasión como si estuviesen jugando una final de la copa del mundo; las broncas constantes…Los ratones, José Luis y Gerardo, con este jugamos algunos tochitos y luego sería seleccionado Puma de liga Mayor, con José Luis finqué una bonita amistad años más adelante con su inseparable amigo- hermano: El Wafis…
Mi primo Abel y su carisma e inteligencia (El Enrique Guzmán del barrio), mi prima Sandra, junto a Abel y Aarón más bien mis hermanos… Corazones, familia, huellas imborrables que te marcan.
Los González: Mami, Rafa, Rudy, Veva, Telle, Don Popo, Lourdes…vecinos, no, familia que me integró a su casa que sentía como propia. Braulio, el menor de ellos y lo repito una vez más: mi hermano que elegí y a quien debo una historia compartida en la calle, en nuestras casas, en los estadios de futbol americano, en los cafés cantantes escuchando rock, con quien comparto anhelos, sueños, derrotas y experiencias; con su familia que forjó con Mire, Balito y Pam.
Mis hijos, Donovan y Alejandro a quienes les tocaron las últimas chances de jugar, convivir y aprender sin peligros; de hacerse hombres de bien en ese barrio hermoso, en esa cerrada en la que nací, por fortuna, y en la que he construido con Lupita una relación fincada en el respeto, la cooperación, el amor y la palabra como fuente del entendimiento.
Ah, esos años, estos años, la vida, la suerte, el azar y el destino. Salud.