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Jueves, Noviembre 21, 2024

Contexto. Santa María La Ribera. Ciudad de México

Años sesenta del siglo XX

(…) Vuelta y vuelta. No puedo conciliar el sueño. Sudo, tengo miedo, ese miedo que con frecuencia me acompaña. Ese miedo que odio y que no sé si es un reflejo, un estigma, una defensa, una alerta o mi compañero cruel de por vida. Apenas empiezo a conciliar el sueño cuando oigo ruidos de cajones, chapas. Me levanto y veo a Indalecio en la sala:

-         Quibdó, ¿qué haces a estas horas?  - mi pregunta se estampa con un desencajado rostro de mi hermano. Me ve. Pasan seis, diez segundos, antes que atine a contestarme.

-         Cuca ya…

-         ¿Ya qué? – Interrumpo, intentando que acelere lo que de antemano sé después de ver su rictus. La respuesta contundente se traduce en un llanto que condensa el dolor al que por años ha rehuido. No es un llanto escandaloso, son, más bien, lágrimas discretas. Lágrimas al fin, qué más da.

A pesar de anticipar un fatal desenlace, me aferro inútilmente a la búsqueda de una respuesta menos dolorosa

-         ¿Le cargaron muchos años?

Me estruja como nunca lo hizo, se separa, me ve y concluye la frase que no dejé que terminara:

-Cuca ya murió. Sí, manito, se ahorcó en su celda. - Al concluir siento un vértigo horrible. En un tris vienen a mí diez o veinte años de amargura. Me siento en el sillón y no lloro: veo, una vez más la foto donde estamos los tres. La observo y me pongo a platicar con Cuca en silencio. Platico con ella como nunca lo he hecho. Estoy de vuelta a mi infancia. Me refugio en los recuerdos. Me proyecto a través de la magia de la fotografía. Esos instantes no sufro por Cuca. Esos instantes, de manera extraña, son como si estuviera desconectado. Con diez o veinte años más de amargura cargando en mis lomos, producto de la noticia que me dio Indalecio; pero viendo la foto y refugiándome en el recuerdo, tengo el aliento momentáneo para vivir sin vivir. Para vivir escapando a la realidad, para reencontrar a Cuca en su sonrisa, sus tobilleras y su alma eterna de niña. Después, sólo después de ese, a la vez, instantáneo y eterno trance, lloro. A partir de entonces aquilato y sufro esos años que se acumularon de inmediato en mi ser, pero a los que pude evadir un momento. 

XXVII

Funeraria, Sullivan. Gente que entra y sale. Abrazos, frases huecas: “Estamos contigo. Que pase pronto. Pobrecita era un ángel. Fue mi mejor amiga. Para allá vamos todos”. No sé si genuinas o acartonadas. El caso es que las oigo huecas. ¿Quién chingaos nos la va a devolver? Acaso su foto, con su sonrisa eterna, más eterna, quizá, que el viaje que va a emprender. Me asomo al ataúd y observo la paradoja más cruel. Observo la tranquilidad que la abandonó en los últimos años de su vida. Será porque morir es como nacer de nuevo. Será porque, como ya lo venía yo pensando, ella había muerto desde que mató a su hija.

Su piel es más blanca que nunca. El blanco es pureza, aunque también es ausencia. No hay más mal, no hay más vida. La seda que la cubre le hace parecer un ángel. Me aproximo al cristal y, simbólicamente, la abrazo. Quedamente, muy bajito, entre ella y yo, susurro: “Hermanita, Cuquis, te amo. Diosito te va a cuidar”. Una enorme lágrima se estampa en el cristal. Tengo, sin haberlos vivido, diez o veinte años más.

En un sofá amplio está mi padre. No, más bien, está una persona con los rasgos de mi padre. No es él. Acaso lo es por su orgullo inquebrantable. No ha derramado una sola lágrima. No al menos delante de la gente, no al menos delante de mí. Pero es otro, insisto. Otro, inclusive, diferente al de los últimos meses. Su mirada se pierde en el infinito. Como si quisiera pedir perdón, ¿o acaso no se arrepentirá? Su corbata impecable, sus zapatos pardos. Creo que sí le duele mucho Cuquita pero más su orgullo. Su hija, qué dirán de su hija: que enloqueció, que la rectitud y estirpe familiar son sólo una patraña...

Mis tías. Bueno, mis tías asumen el luto con la tradición católica inquebrantable, es decir, rezan, apelan a la verdadera vida, piden el perdón. No un perdón específico, para Cuca, aunque así lo expresen. Un perdón litúrgico, ceremonial, que se pide para cualquier muerto: “Ruega por ella y por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén”. La muerte les afecta, más allá de las condiciones específicas: Cuca. Joven, jodida, loca, muerta desde antes. No hay distinción, no hay circunstancias. El muerto pude haber sido yo y el dolor el mismo. No lo entiendo, reniego de esa visión. Para mí, cada muerto es diferente, más bien, cada muerte. Cada circunstancia mortal imprime más dolor o lo hace más llevadero. No puede ser lo mismo cuando una de ellas muera. Sin deudas, con años de sobra en el planeta. ¿Qué pinche pecado pueden haber cometido? Acaso el de no haber vivido nunca. Estoy seguro de que su frío dolor atemperado por los años y su aprehensión religiosa les haría sentir lo mismo: es un familiar que se murió y punto. El dolor, el ritual y el luto deben llevarse puntualmente como mandan los cánones.

Ya sé que no hay regla para determinar cuándo una vida es suficiente, plena, como para estar en condiciones de morirse. Pero, Cuca, tan joven, ¿que nunca decidió por ella misma?

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“pálido.deluz”, año 10, número 150, "Número 150. Una mirada a Puerto Peñasco: Desarrollo y educación ambiental. (Marzo, 2023)", es una publicación mensual digital editada por Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández,calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, Ciudad de México, C.P. 11420, Tel. (55) 5341-1097, https://palido.deluz.com.mx/ Editor responsable Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández. ISSN 2594-0597. Responsables de la última actualización de éste número Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández, calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, CDMX, C.P. 11420, fecha de la última modificación agosto 2020
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